Homo consciens

17 de feb de 202235 min.

Emanuele Coccia:"Las plantas demuestran que vivir juntos no es una cuestión comunitaria ni política"

Fuente: Diacritik - mayo 2017

Después de sus notables ensayos, La Vida sensible y Le Bien dans les choses, Emanuele Coccia vuelve este año con La Vida de las plantas, una potente e innovadora reflexión metafísica sobre las plantas y la vegetación. Demasiado a menudo descuidadas, incluso por la biología, las plantas deben ser consideradas como objetos privilegiados del pensamiento, capaces de abrirse a una filosofía del mundo concebida como una mezcla, renovando profundamente los planteamientos ecológicos, ontológicos y políticos.

Diacritik se reunió con Emanuele Coccia en una extensa entrevista para hablar de este nuevo ensayo, que es uno de los más importantes que se han publicado en los últimos años.

En su estimulante ensayo, significativamente titulado La vida de las plantas, usted abre su reflexión con el postulado de que, tanto en la filosofía como en la biología actual, las plantas no tienen voz, están como muertas para el pensamiento.

¿Por qué cree que las plantas son la sombra de la filosofía? Incluso llega a hablar de las plantas como un "retorno de lo reprimido": ¿forman así nuestro inconsciente fundacional que se quiere revelar? ¿Pretende entonces su ensayo ofrecer la rehabilitación de un campo ciego tanto de los vivos como de los pensantes?

E:C: Si nos fijamos bien, las plantas están por todas partes: no sólo frente a nosotros, transfiguradas en nuestros alimentos, en nuestras sillas y mesas, en los cuerpos de los animales que nos rodean y que las han comido, en el aire que respiramos. También están en todas partes, y especialmente en todo lo que conocemos del mundo. Lo que no sabemos es hasta qué punto las plantas apoyan, alimentan y dan forma a nuestro conocimiento del mundo. Desde la agricultura hasta la farmacopea, las plantas no sólo conforman el mundo y la cultura zoológica específica de la especie animal humana: son sobre todo el medio a través del cual percibimos el mundo, lo conocemos, nos orientamos en él. Este es el mayor reto del libro: al mirar las plantas no nos limitamos a observar una simple colección de objetos, un objeto aleatorio del universo entre la serie infinita de cosas, seres vivos, acontecimientos y ruinas que llenan nuestro mundo. Mirar las plantas significa mirar ese contenido específico del mundo que lo hizo y lo hace constantemente posible. Hablar de plantas es hablar del origen de nuestro mundo, de su comienzo perpetuo, que se repite a cada momento, en cada lugar del globo.

Hablar de plantas significa captar el primer aliento del universo, nombrar el lugar donde todo comienza a respirar. Siempre ha sido así: ya en los documentos más antiguos de nuestra civilización, hablar de las plantas significaba comprender las características fundamentales de nuestro universo. Así, los estoicos habían aprendido a ver en los granos de las plantas la forma trascendental de la existencia del logos, de la razón. La razón no es más que una especie de semilla de las cosas y las formas, y a la inversa, la semilla es la encarnación por excelencia de la racionalidad del universo.

De hecho, todavía estamos acostumbrados a considerar el hecho técnico -el proceso mediante el cual un técnico manipula la materia informe para darle forma- como el hecho racional por excelencia: asistimos a la génesis del orden según un procedimiento racional. El germen parece ser una radicalización del hecho técnico donde el técnico, la técnica, la materia y el proceso de toma de forma coinciden material y formalmente. La medicina renacentista traduciría esta analogía metafísica en un isomorfismo anatómico-fisiológico: el organismo vegetal es la perfecta coincidencia de cuerpo y cerebro, o si se quiere un cuerpo que no necesita construir un órgano específico para existir racionalmente. En otro nivel, Aristóteles había enseñado que la vida vegetativa es "aquello por lo que la vida pertenece a todo ser viviente": la vida de la que goza toda planta -nacer, crecer, reproducirse, morir- es la forma de vida más paradigmática y, al mismo tiempo, la más universal y fundamental. Como ser vivo, todo animal y todo ser humano participa, expresa y articula esta vida. Por otra parte, la planta encarna en sí misma los gestos primordiales de todo ser vivo: es el amanecer y el ocaso de toda forma de vida, que todo ser vivo no puede dejar de ser.

También la ciencia contemporánea, sin darse cuenta, ha seguido viendo en las plantas el origen del mundo. Las plantas son, en muchos sentidos, una fuerza cosmogónica: son los seres que han creado el mundo tal y como lo conocemos y habitamos, que han hecho y siguen haciendo nuestro mundo en al menos tres sentidos. En primer lugar, al conquistar la superficie de la tierra y extenderse por todo el globo produjeron (y siguen produciendo continuamente) la atmósfera rica en oxígeno que ha hecho posible la vida de toda la vida animal superior: todos los animales superiores sólo pueden vivir porque pueden respirar los restos de su metabolismo. En segundo lugar, al explotar a mayor escala un mecanismo "inventado" por las propias cianobacterias, éstas permiten transformar la energía solar en materia viva: la vida orgánica no es más que la consecuencia de esta capacidad alquímica de transformar el sol en una masa animada y, sobre todo, de inventar infinitas formas de existencia para esta energía. Llamamos "vida" a esta inmensa retorta alquímica al aire libre que inventa formas capaces de traducir la energía solar y hacerla existir de otras maneras. Pero sólo gracias a la variante vegetal de este proceso de explotación y transducción de la energía solar, la vida en el planeta ha dejado de ser un hecho marginal -tanto cuantitativa como cualitativamente- para constituir su característica principal, su esencia misma.

Por fin han inventado un cuerpo que se estructura no para oponerse al exterior, sino para adherirse a él en la medida de lo posible: fundirse mejor con el mundo para modificarlo mejor. Por tanto, comprender la planta significa comprender el mundo y, a la inversa, el mundo es ante todo un hecho vegetal. Toda cosmología debe partir de una reflexión botánica. Desde este punto de vista, el libro no es un tratado de botánica especulativa: es un tratado de cosmología, que sin embargo niega al menos tres postulados de la cosmología tradicional. En primer lugar, el principio generador del mundo es un elemento mundano y no un supersujeto anterior y externo al mundo: sólo hay mundo porque y donde causa y consecuencia, origen y su expresión, se contienen mutuamente. Por tanto, no puede haber una reflexión sobre un objeto mundano que no sea, de facto, una reflexión cosmológica. En segundo lugar, el origen del mundo no hay que buscarlo en un lugar y un tiempo remotos: está en todas partes y existe en todo momento, porque la génesis del mundo, de nuestro mundo, no es un acontecimiento singular (un big bang) sino un proceso perpetuamente en curso. El mundo comienza siempre en su centro, en el centro, y por tanto no hay historia que no sea cosmología.

En tercer lugar, toda forma viva es al mismo tiempo una forma del mundo que produce y contempla: por eso el libro puede partir de algunos órganos o partes del cuerpo vegetal (la flor, la raíz, la hoja) para definir propiedades del cosmos (su naturaleza atmosférica, la singularidad del cielo, la existencia de la mezcla universal). A la inversa, para observar el mundo no necesitamos un punto de vista, sino un punto de vida: el universo vive, es un producto de lo vivo, a todas las escalas, y es observando lo vivo como podemos explicar el universo, y no al revés. A diferencia de lo que piensa Meillassoux, nunca podemos ir más allá de nuestro punto de vida: todo lo que dice y piensa el realismo especulativo presupone la presencia de seres vivos que hablan, escriben y respiran.

En cierto sentido, pues, no nos falta conocimiento sobre las plantas: tenemos una cantidad increíble de información sobre su vida, sus formas, sus propiedades. Pero este conocimiento está disperso entre mil disciplinas y saberes y, sobre todo, nunca se toma al pie de la letra. No se niega, sino que se reprime epistemológicamente. Desde este punto de vista, la ciencia biológica es responsable en la misma medida que las ciencias humanas. O tal vez la razón principal de esta represión sea el gran mysterium disiunctionis de su separación, la loca obsesión que nos empuja a separar -por ambos lados- las ciencias naturales y las ciencias humanas y sociales. En efecto, reconocer que el ser humano no es más que una de las infinitas especies animales que pueblan el universo (como nos enseñó Darwin) no sólo significa reconocer que todo lo humano es natural: significa también, sobre todo, que todo lo que existe naturalmente es un hecho espiritual, participa del logos, de la razón, y de todo lo que el hombre expresa, encarna y articula según las formas propias de su especie. El espíritu está en todas partes, porque no es un atributo de tal o cual especie, sino el ser del mundo. No se trata de luchar contra el darwinismo, sino, por el contrario, de tomarlo al pie de la letra, de demostrar que nunca hemos sido suficientemente darwinistas, y que hay muchas consecuencias de la intuición darwiniana que todavía asustan a los humanistas, pero también y sobre todo a los científicos. En su negativa a reconocer la espiritualidad de toda la naturaleza, la ciencia contemporánea sigue siendo una forma arcaica de humanismo.

Frente a su vigorosa defensa e ilustración de las plantas, su ensayo plantea inmediatamente otra cuestión igualmente decisiva: en efecto, si consideramos, como usted afirma, que la naturaleza y el cosmos deben convertirse en "los objetos privilegiados del pensamiento", ¿debemos considerar así "la filosofía de la naturaleza" que usted despliega aquí como pensamiento ecológico: en qué sentido se trata de abrirse a una filosofía ecológica? ¿En qué sentido se opone tal filosofía, para usted, a una supuesta ecología mediática y política por la que la época nunca ha hablado tanto de la naturaleza, pero quizás nunca tan mal y por tanto nunca tan poco?

E.C: La ecología libra hoy batallas esenciales y vitales, las importantes para nuestra vida. Pero lo hace dentro de un marco teórico muy problemático. Si sus batallas son sacrosantas, en tanto que conocimiento, la ecología es una ciencia reaccionaria y residual, que transforma las reivindicaciones políticas perfectamente justificadas en reivindicaciones de origen gnóstico: en su discurso, el ser humano se convierte a la vez en el demiurgo malvado capaz de destruir el universo y en el ángel de la guarda que tendría la tarea de defender la vida a escala mundial. Es reaccionario porque considera la vida como un objeto pasivo incapaz de defenderse, la naturaleza como un orden cuyo equilibrio es sustancial e inalterable, y el ser humano como un sujeto cuyo ser y actuar no pertenecen a este orden natural previamente establecido. Es residual porque, a pesar de sus declaraciones, se deriva del mismo paradigma epistemológico y teológico que dio lugar a la economía "capitalista", cuya historia ha trazado tan admirablemente Giorgio Agamben. El nombre moderno de lo que a partir de Haeckel hemos venido a llamar ecología era economía animal. Ambas disciplinas comparten la idea de que el mundo corresponde al espacio de un oikois, una casa, en el sentido físico de lo doméstico, de lo conocido; en el sentido patrimonial de lo que nos pertenece por derecho de propiedad y que, por tanto, tenemos derecho a intercambiar; y en el sentido genealógico de nuestro origen y nuestro destino final, de lo que hemos heredado y dejamos como herencia.

Ahora bien, nuestro universo es un mundo sólo porque no es ni será nunca una casa. A la inversa, lo que llamamos casas es, ya físicamente, un dispositivo a la vez material y metafísico que sirve para separarnos del cielo y de la vulnerabilidad que presupone, para producir la ilusión de la tierra como un espacio diferente y separado del cielo. Nos consideramos superiores a los animales y, sin embargo, nuestras casas, nuestros rascacielos, no son más que guaridas o madrigueras invertidas, una especie de evaginación temporal de la corteza terrestre, un pliegue contingente, que nos permite vivir en la ilusión tanto de pertenecer a la tierra como de no ser individuos celestes, que se bañan constantemente en el cielo circundante, que se alimentan del cielo atmosférico, que construyen toda la materia de sus cuerpos mediante la energía tomada -mordisco a mordisco- del cielo: el oxígeno y la luz. Las casas, además, son también dispositivos que nos permiten crear la ilusión de un origen, de un punto privilegiado en el globo que no sólo nos generó sino al que sólo podemos volver. Conocer la vida de las plantas es, desde este punto de vista, extremadamente importante porque son la prueba viviente de que la tierra nunca es el origen sino un punto de tránsito, que la vida no necesita ni puede tener "hogares" y que todo en la tierra tiene una naturaleza y un origen celestial.

En primer lugar, nos enseñan que la vida es un hecho celeste: la vida, tal como la conocemos, no es más que el principio de transformación de la energía solar (que es, por tanto, astral, celeste) en espesor químico, en materia capaz de moverse y modelarse gracias a esta energía. Es por ello que la fotosíntesis -y por tanto las plantas- son la base de la ocupación de la tierra por los organismos vegetales. No sólo producen la atmósfera rica en oxígeno, sino que, sobre todo, construyen los primeros bloques de construcción consistentes de este material. Todo lo que vemos, todo lo que comemos, todo lo que construimos no es más que cielo, sustancia solar capturada, congelada y condensada en formas en equilibrio metaestable.

Ahora bien, la vida es un "hecho celeste" sobre todo porque la tierra no es un espacio opuesto al cielo, es sólo uno de los infinitos astros que pueblan el cielo: la planta, en su cuerpo y en su fisiología, muestra que hay una perfecta continuidad entre la tierra y el cielo, entre nuestro planeta y el sol, y que sólo por esta continuidad puede haber vida, sólo porque la tierra es cielo, y todo lo que hay en la tierra es sólo una forma y una expresión del cielo. Fue Copérnico quien nos lo enseñó, hace casi cinco siglos, y sin embargo nos sigue costando reconocerlo. Si hemos reprimido la vida vegetal, es también porque nos empeñamos en reprimir el cielo: somos ptolomeos dogmáticos, nunca fuimos copernicanos. El libro afirma lo que podría llamarse un panuranismo: todo lo que es, es sólo cielo, y el cielo es sólo la materia de todo.

Ahora bien, es porque sólo hay cielo en el mundo, que nuestro mundo no es ni podría ser nunca una casa. El cielo es por excelencia un espacio de tránsito, de circulación: sólo tolera el movimiento perpetuo. No se puede habitar el cielo: sólo se puede transitar, pasar por él, circular en él. La tierra, como parte del cielo, no es un lugar fijo: gira, deja de moverse y su movimiento está sujeto a irregularidades. El nombre del planeta, además, sólo significa eso: la tierra es un vagabundo errante. Por lo tanto, como individuos terrestres es literalmente imposible que estemos fijos en ningún sitio, o si se quiere, la idea de la fijeza es sólo una ilusión, la misma que sugiere que el sol gira alrededor de nosotros. Desde este punto de vista, la ecología no es más que la ciencia que opera para que la tierra se convierta, al pie de la letra, en una prisión: un espacio donde todo movimiento, en todas las direcciones, está prohibido.

En segundo lugar, la tierra no es ni será nunca un hogar, también y sobre todo porque no hay nada original, nada "natural" en la naturaleza, nada asegurado, nada a priori, nada estable de una vez por todas. La Tierra no es habitable por sí misma, no está adaptada naturalmente para acoger a los seres humanos o a otras formas de vida superiores. Ha llegado a serlo por la acción de las plantas. Y su acción ha sido, en primer lugar, una catástrofe ecológica sin precedentes: la llamada gran catástrofe de la oxidación o del oxígeno. La naturaleza de la Tierra, si es que la tiene, es sólo la de ser un desierto, como todos los demás planetas, un espacio donde los elementos no se mezclan y están congelados en un equilibrio químico inmemorial. Son los vivos los que han hecho de la tierra un lugar habitable. Es su actividad "contaminante", que altera irremediablemente este equilibrio, la que lo hace hospitalario. No vivimos en la tierra, sino dentro de la efímera burbuja abierta por otros seres vivos. Sólo gracias a este potentísimo agente contaminante estamos vivos: sin la "contaminación" (la emisión de oxígeno) de las plantas moriríamos en cuestión de segundos. La cuestión "ecológica", por tanto, no es evidentemente detener la contaminación, sino comprender qué organismos vivos podrán hacer de la contaminación humana su condición de posibilidad, su alimento, su oxígeno. Estamos olvidando el papel de los organismos que se alimentan de las ruinas y los residuos: la investigación debe dirigirse a seres capaces de reinventar el ciclo metabólico allí donde parece que se detiene. La pregunta es siempre: ¿quién puede nacer de nosotros? Así lo demuestran las investigaciones de Gilles Clement en Francia y de Anna L. Tsing y Eben Kirksey.

Y sólo reconociendo el carácter emergente y, por tanto, contingente de cualquier equilibrio vital, podremos liberarnos de los malentendidos de la ecología. Porque si hasta nuestra vida en la tierra se debe a una catástrofe ecológica, no hay nada de autóctona en ello. Hemos "llegado" a la tierra, como cualquier otro ser. No hay nada autóctono en la vida, siempre viene de otra parte. Y esta heteroctonía es sólo el nombre propio de lo que llamamos nacimiento. La naturaleza es sólo eso, heteroctonía: nacer es sólo la necesidad de venir de otra parte, de ser de otra parte. Todo ser vivo viene de otra parte, no ha estado siempre ahí.

Por lo tanto, la filosofía de la naturaleza, en la que usted trabaja, ¿no pretende contradecir firmemente, si no refundar, la ontología? ¿No arranca la planta la ontología de su base cognitiva? ¿No se trata, en efecto, de que usted ofrezca, de paso, un nuevo paradigma filosófico por el que el modelo de lo vivo que era la conciencia del ser humano dé paso a la vida de las plantas que, sin lenguaje y sin sentido, ofrece a cada persona la vida de forma casi absoluta, la inmanencia sin rodeos, o lo que el poeta Stéphane Bouquet llama "la vivacidad de las cosas"?

El libro contradice la ontología en varios niveles. En primer lugar, la ontología prohíbe la posibilidad de encontrar la forma del mundo en la anatomía de uno de los seres que contiene: el libro, por el contrario, parte del presupuesto de que la planta encarna el ser más radical del mundo, y que es describiendo la planta como conocemos el mundo. Al hacerlo, niega cualquier orden jerárquico entre los seres, entre el ser y el estar, entre el contenido y el contenedor, entre la totalidad y el elemento.

La ontología impone pensar la relación de inherencia ontológica de una cosa en otra como irreversible: llamamos sustancia a lo que está en sí mismo y no puede estar en otro sujeto que no sea él y la modificación de esta inherencia coincide con la destrucción. El libro muestra, por el contrario, que las plantas han convertido el mundo y la vida en hechos atmosféricos, es decir, en el espacio en el que todo se mezcla con todo, todo está literalmente en otro tema que no es él mismo.

La ontología siempre ha pensado en la unidad del mundo en forma de analogía o univocidad del ser: hay un mundo porque todos los seres comparten un único ser que se articula en la pluralidad del ser, o porque los diferentes seres comparten una similitud ontológica entre sí. La observación de las plantas, pero también de todo lo que hacemos, demuestra que el mundo no necesita ni una similitud compartida por todos los seres ni el mismo ser para ser uno. El mundo está unificado por la respiración, es decir, por el movimiento metafísico que transforma el lugar en el contenido de lo que contiene y viceversa. La respiración no es simplemente una necesidad fisiológica; es el ritmo y la estructura de nuestro ser en el mundo, o para decirlo mejor, la forma de la mundanidad de todo. El aliento es la continuidad de lo dispar que no presupone ninguna unidad: no hay analogía ni univocidad entre el aire que respiro y yo. Y, sin embargo, la respiración la convierte en una unidad tanto física como metafísica. Es el movimiento que permite que el conjunto dispar de cosas, acontecimientos, materiales que están aquí se cohesionen, sean uno.

No se trata, pues, de refundar la ontología, sino de destruirla multiplicando no los modos de ser, sino los sujetos de la inherencia. Desde Aristóteles, la ontología ha medido la intensidad del ser de cada ser según su carácter sustancial: sólo lo que no está in alio (en otro), en otro sustrato o sujeto, es verdaderamente uno. Estar en el mundo, por el contrario, significa no sólo estar en un sustrato distinto de uno mismo -el mundo- sino poder estar, y literalmente estar, en todo lo que puebla el mundo. Yo existo, soy, es decir, soy-en-el-mundo, en este mundo no sólo porque estoy en un sustrato, mi cuerpo, sino porque puedo estar en el espacio inmaterial de estas líneas que se despliegan frente a ti, pero también en tus ojos, en tus recuerdos, en los sonidos que emites al leer este texto. Ser, para algo mundano, significa estar en todas partes, estar en todo.

Por el contrario, no se trata de deconstruir la base cognitiva de la ontología, sino de ampliar y trivializar el conocimiento haciendo de él una cualidad coincidente con el ser. Se trata de reconocer que lo que llamamos pensamiento es sólo la posibilidad de convertirse en el lugar de todo lo que es. La conciencia es precisamente eso: experimentar el hecho de que algo o alguna forma distinta de nosotros mismos está dentro de nosotros. En este sentido, el conocimiento o el pensamiento no es una excepción a la ontología, sino su forma banal y elemental. Si ser significa estar en algo, entonces todo ser es objeto de la conciencia de otra cosa. Todo lo que es, está en algo y, por tanto, es pensado por otra cosa. Todo lo que es, está en todo, y es pensado por todo. No hace falta ser consciente para pensar. El pensamiento es el aliento de los seres. No se necesita un cerebro para pensar: el pensamiento es el hecho, la forma y el ritmo de nuestra inmersión en el mundo, la configuración que adquiere nuestra apertura al mundo en tal o cual momento.

Si el pensamiento es sólo una intensificación de una relación ontológica y no su suspensión, el ser es sólo una intensificación de una relación cognitiva. El pensamiento es sólo el hecho y la forma de estar en el mundo. Y a la inversa, sólo hay mundo porque cada ser no se limita a definirse por una forma, una diferencia, una autonomía, sino que se construye siempre a partir de la mezcla con el resto de los seres. Si una cosa es capaz de pensar, no es porque esté dotada de lenguaje o conciencia, sino porque está en el mundo. Y a la inversa, estar en el mundo, es decir, poder ser atravesado por todo lo que existe y sucede y poder recorrerlo, coincide sin descanso con el pensamiento. Estar en el mundo significa tener la obligación de configurarse a partir de los demás, y de configurar el mundo para poder configurarse a sí mismo: el pensamiento no es más que eso, no es más que el aliento de esta mezcla de todo con todo, no es más que su potencia, su ritmo, su aliento. Todas las cosas, si lo son, piensan porque están en el mundo, y a la inversa, todo pensamiento es sólo la expresión de un ser en el mundo, de la mundanidad de las cosas. No hay pensamiento que no sea un pensamiento del mundo y en el mundo. El pensamiento no es el espíritu de la distinción, es una fuerza cósmica que abarca, implica, da forma y anima cada cosa, cada trozo de materia y que permite y obliga a todo a mezclarse con todo lo demás: pensar significa penetrar en algo dejando su esencia intacta, sin estar obligado a digerirlo, a destruirlo.

Desde este punto de vista, el pensamiento es sólo la naturaleza más profunda de lo que llamamos materia. El error es pensar que los circuitos neuronales son la causa del pensamiento y su forma, cuando son una de sus posibles traducciones. Infinitas traducciones posibles. El pensamiento está en todas partes y existe en todas las formas posibles. La conciencia y el lenguaje son sólo un ejemplo. Pero presuponen la capacidad metamórfica del pensamiento para existir en otras formas, en otros materiales. El propio lenguaje es menos unitario de lo que imaginamos, ya que es sonido, imagen, papel, píxel, neuronas. La acción que sigue a la deliberación consciente no es una consecuencia del pensamiento (un movimiento irracional de pura materia alógica) es el mismo pensamiento que se ha expresado y plasmado en forma de deliberación traducido, transformado en movimiento de la carne, extendido en otro cuerpo. El pensamiento no es una cosa entre otras cosas, es sólo la traducibilidad de todo en cualquier otra forma, la capacidad de cualquier forma de traducirse, de pasar a otra forma, a otro medio. Para decirlo en broma: la posibilidad de traducción (no sólo entre dos lenguas, sino entre dos sujetos) implica sobre todo el hecho de que no hay lengua materna y que no hay ninguna lengua, o que la lengua está en todas partes, que todo es logos.

Por eso el libro defiende la idea del pan-uranismo (todo es cielo, y sólo hay cielo en el universo): todo en el cielo es actualidad del pensamiento, porque el pensamiento es sólo el hecho de estar en el mundo. La palabra griega para cielo significa esto: uranos son las fronteras del pensamiento, y el cielo es sólo el espacio del ser que llega donde llega el pensamiento y viceversa.

En este sentido, ¿qué significa para usted una metafísica de la mezcla? ¿Cómo podría definir esta misma noción de mezcla? ¿De qué manera su metafísica, que sitúa las plantas y su mundo en el centro de su reflexión, se presenta como una verdadera física del pensamiento? ¿Se trata de responder de algún modo a Descartes, quien, en una famosa y fundadora fórmula, indicó que "toda la filosofía es como un árbol cuyas raíces son la metafísica"? ¿Están nuestras raíces en el aire?

La mezcla es el nombre común de lo que llamamos, con nombre propio, el mundo. Para entender el porqué, basta con pensar en el nacimiento, es decir, en primer lugar, en el proceso que permite que todo exista y, por tanto, que esté en el mundo, que forme parte de este mundo. Todo lo que está en el mundo ha venido al mundo, es decir, ha nacido: para entender la estructura del mundo, por tanto, es necesario comprender la fisiología del nacimiento. El nacimiento no es el parto: es ante todo lo que precede al parto (en el caso de los animales, el embarazo). Desde este punto de vista, el nacimiento es la forma primordial de la mezcla: nacer significa de hecho experimentar la mezcla y para todo embrión vivir significa siempre desarrollarse desde y en el cuerpo del otro. El parto no altera esta condición: cambia y amplía el cuerpo de ese "otro" que sigue nutriéndonos, apoyándonos, estando dentro de nosotros y sin nosotros. Una vez que hemos sido dados a luz, cada uno de nosotros no ha dejado de desarrollarse a partir del cuerpo del otro. Pero en lugar del cuerpo y el vientre de la madre lo hemos sustituido por el cuerpo y el vientre del mundo. El parto es esta decisión de no limitarse a un solo cuerpo, de mezclarse con la totalidad de los seres y cuerpos, de ser un embrión incubado por el mundo en su totalidad. Y es la misma relación que existe entre una semilla y la planta que la originó. La mezcla es sólo el logos spermatikos: todo existe en el mundo como semilla y está obligado a construirse a sí mismo a partir del cuerpo extraño y materno del mundo.

Ahora bien, al igual que en el vientre materno, la relación entre el individuo y el mundo no es ni la de una simple yuxtaposición ni la de una fusión integral: la madre y el embrión (o la planta y la semilla) se mezclan en el sentido de que tienen la misma extensión, sin que la identidad y la sustancia de dos se mezclen verdaderamente. El mundo no es una mera multiplicidad dispar de objetos y acontecimientos sin más relación recíproca que la pura yuxtaposición, ni la fusión de elementos en una sustancia común. Nuestro ADN está compuesto por la materia del mundo y construye con el cuerpo del mundo algo que es a la vez perfectamente coincidente con él y al mismo tiempo distinto de él en forma y sustancia.

El mundo es sólo una mezcla porque todo en el mundo existe por nacimiento. El nacimiento es sólo la condición de posibilidad del mundo y de cada ser en el mundo. Todo es mezcla porque todo es sólo a través del nacimiento: todo es semilla (huevo, embrión, ADN). La física, desde este punto de vista, no es la ciencia de la materia: es el conocimiento que universaliza el hecho del nacimiento. La naturaleza no es lo no humano, es el ser de todo lo que nace.

Por tanto, la mezcla es también el principio físico que hace que la estructura metafísica del mundo coincida perfectamente con la estructura metafísica del individuo. Existe una continuidad absoluta, tanto material como estructural, entre los individuos y el mundo, que hace de cada individuo una porción del mundo y no su excepción (mientras que la idea tradicional de sustancia piensa en el individuo en oposición al mundo). Cada cosa no sólo está hecha del mismo material del mundo, no sólo tiene la misma estructura metafísica (porque está mezclada exactamente igual y según la misma intensidad que el mundo), sino que sobre todo, en su existencia, se extiende intensamente en la totalidad del mundo y no sólo en una porción limitada. Confundimos la inherencia mundana con la ocupación geográfica: imaginamos estar en el mundo a partir del hecho -absolutamente efímero y contingente- de la ocupación, en un momento dado, de un espacio, un territorio, una casa. Pero es exactamente lo contrario: es porque estamos simultáneamente en la totalidad del mundo que podemos ocupar tal o cual porción del mismo. La distancia entre estar en el mundo y ser el mundo es un matiz de intensidad, no una diferencia ontológica. Cada individuo y cada cosa está en el mundo porque es el mundo. A la inversa, el mundo está en cada individuo: nacer siempre significa contraer el cuerpo del mundo, hacer nacer otra forma de ser del propio cuerpo. Todo el ADN es una operación alquímica realizada en la carne del mundo.

Para decirlo con la jerga de la historia de la filosofía: pensar la mezcla universal hace que la inclusión monadológica del mundo en el viviente sea equivalente a la inclusión (el ser arrojado) del individuo en el mundo. Básicamente, la monadología produce seres que siguen siendo acósmicos (no tienen ventanas, no están en ninguna parte, no tienen exterioridad) mientras que la gran paradoja de la experiencia es que el mundo en su totalidad está en nosotros, porque todo lo que hacemos altera el estado del mundo, no sólo parcialmente, no sólo como un nicho, sino en su totalidad. Lo que llamamos pensamiento o sensación es, metafísicamente, esto: el contenido principal y exclusivo del ser-en-el-mundo es la experiencia de contener el mundo en su totalidad.

Para profundizar en la cuestión central de la mezcla, usted ofrece una nueva visión ontológica y metafísica a través de la propia mezcla, concebida como aquello que "va más allá de la idea de composición y fusión". Pero se cuida de indicar desde el principio que si "este libro pretende reabrir la cuestión del mundo desde la vida de las plantas", se trata de "revivir una antigua tradición". ¿Se trata de redescubrir la estructura de la mezcla tal como se manifestaba en el pensamiento antiguo, que, desde Heráclito hasta los estoicos, pasando por Parménides y Demócrito, afirmaba que el proceso integral de la cosmogonía coincidía con una visión del mundo como un todo? ¿El futuro filosófico actual es presocrático?

Reconectar con una tradición antigua nunca significa querer volver al pasado: el pensamiento es siempre indiferente a la extraña cábala de los siglos y las periodizaciones, así como al carnaval de los lugares comunes y las denominaciones. La verdad de estas categorías sólo puede ser paródica: decir de un individuo o de un texto que es spinozista, o presocrático, es como decir que su ropa recuerda el estilo de los años 70 u 80. El pasado sólo vuelve como una imitación irónica y grotesca. Y olvidamos con demasiada frecuencia que el concepto de siglo, a través del cual seguimos intentando medir tanto el pasado como nuestra modernidad, no es más que un fruto abortado de una controversia teológica entre protestantes. Lo mismo ocurre con el pensamiento de la felicidad: no hay historia de nuestra felicidad, pues no conoce ni el progreso ni el retorno. Sólo hay intervalos, una tensión perpetua entre la expectativa y la realización, entre lo que hay y lo que puede pasar, sin que haya nunca una relación necesaria y previsible entre ambos. Así, en el pensamiento, no hay historia, pues todo está en todo: el intelecto no es un ser separado sino la intensidad y el ritmo de la mezcla de las cosas. Todo puede ocurrir en el pensamiento, en cualquier momento, porque nada es necesario; todo está disponible, porque todo lo que existe es pensamiento es ya ruina y alimento para lo que vendrá. Esto es lo que experimentamos en el sueño, que es la forma más extrema e intensa de pensamiento. Pero reutilizar algunas piedras del pasado para construir un edificio no significa necesariamente construir un edificio a la antigua usanza. Utilizar una idea de Leibniz o Spinoza no significa necesariamente ser leibniziano o spinozista. En este sentido, la idea estoica de mezcla y la fórmula de Anaxágoras "todo está en todo" fueron los dos pilares conceptuales que permitieron la construcción de la trinidad cristiana. Y, sin embargo, no hay nada de estoico ni de presocrático en esta obra maestra surrealista de la dogmática cristiana.

De nuevo, en cuanto a las referencias que impregnan su texto, usted invoca el pensamiento de Deleuze y Guattari en particular para cuestionar su concepción rizomática de la naturaleza, especialmente su visión restrictiva que usted llama "geotropismo", que es un falso cambio de paradigma, es decir, que sigue manteniendo una fidelidad a la tierra como suelo: ¿de qué manera se distancia de su concepción de la naturaleza? ¿En qué sentido le parece insuficiente? ¿No podemos decir, sin embargo, que su enfoque tiene tintes deleuzianos en el sentido de que las plantas son, sin embargo, un pueblo menor que su ensayo asume, al que por primera vez da una voz viva y fuerte?

Ilecius amicus sed magis amica veritas. Siento una enorme admiración por Gilles Deleuze, y su obra fue una de las más importantes en mi formación, pero este libro fue escrito en confrontación y mano a mano con otras obras, especialmente las de Bruno Latour, Gilles Clement y Fabian Ludueña Romandini (que, a pesar de ser completamente desconocido en Francia, es uno de los filósofos contemporáneos más originales y brillantes).

La crítica al geotropismo no se dirige al magnífico capítulo de Mille Plateaux sobre el rizoma, sino a las páginas sobre geofilosofía de Qu'est-ce que la philosophie? Nunca se trató de criticar la filosofía deleuziana, sino el estatus que reconocemos a la tierra y su separación del cielo: se trata de la tentación tolemaica que a través de muchos transeúntes (incluido, por ejemplo, Nietzsche) se ha apoderado de nuestro tiempo. Si no hay diferencia entre la tierra y el cielo, no hay geofilosofía que no sea astrosofía. Toda verdadera fidelidad a la tierra sólo puede resolverse en una astrología trascendental, que es la ciencia de los planetas, es decir, de los movimientos errantes y vagabundos, la ciencia de la contingencia por excelencia.

En cuanto a la segunda parte de la pregunta, no creo que las plantas sean una minoría o un pueblo menor. Son las verdaderas reinas de este planeta: lo han ocupado, lo han transformado para siempre y lo han moldeado a su imagen y semejanza. Como dijo una vez un gran botánico estadounidense, la Tierra es un planeta azul pero un mundo verde. Y sobre todo, las plantas no me necesitan a mí, ni a mi palabra, ni a nadie para actuar y dominar el globo.

Si las plantas parecen ofrecer un modelo obvio y muy fértil de plasticidad conceptual, en su ensayo parecen erigirse como un posible modelo político. Así, cuando mencionas en tu teoría de la hoja que "Vivir, experimentar o estar-en-el-mundo, significa también ser atravesado por todo" y que "el mundo es apertura, libertad absoluta de movimiento, no de lado a lado, sino a través de los cuerpos y de los otros". ¿Son las plantas un modelo, si no un paradigma, de comunidad? ¿Son la nueva comunidad definida, como sugirió Agamben, como Lo Abierto? ¿Se puede decir entonces que las plantas están en contra de Trump, anti-Donald Trump? ¿De qué manera pueden decir, del mismo modo que Jean-Luc Nancy en Ser Singular Plural, "cogito ergo cum" o son todos esto menos discurso?

Las plantas demuestran una cosa por encima de todo: la convivencia no es una cuestión de comunidad o política. La convivencia a la que están destinados todos los seres vivos de la tierra no tiene nada que ver con la producción o el reparto de un "común" y, desde luego, no necesita ser configurada "políticamente". Convivimos porque nuestros cuerpos son fisiológica y metafísicamente (que viene a ser lo mismo) inseparables no sólo de los cuerpos de los demás (vivos y no vivos), sino del cuerpo del planeta, del sol, del cielo. Cada uno de nosotros no es más que una transformación y condensación del cielo, de su materia, de su vida. Cada uno de nuestros cuerpos atraviesa y es atravesado por la materia del otro: nos plasmamos en los cuerpos de los demás, nunca dejamos de ser habitados por y de habitar todos los demás (sus imágenes, sus olores, sus formas, sus ruidos, en definitiva, su vida). Esta es la mezcla. Hablar de comunidad es reducir la mezcla al modelo de adición o fusión.

Según el primer paradigma, la comunidad es sólo el espacio de la recepción, de la inclusión del otro, de la multitud innumerable que nunca deja de sumar otros miembros, y que así nunca termina. Según la segunda, la comunidad sería, por el contrario, otro espacio de sus componentes, producido por la destrucción, la fusión de sus miembros, la identidad común a la que nos sacrificamos, nos inmolamos. En ambos casos, un hecho es redoblado por un ideal - y sobre todo, se olvida el hecho banal de que si vivimos juntos es simplemente porque estamos en el mundo, y en este mundo, todo está en todo.

Sin embargo, la obsesión contemporánea por la "política" me resulta más misteriosa. Como sabemos, la palabra política es una copia del griego. Desde pequeños nos enseñan el milagro griego, un invento extraordinario. Desde la misma época, se nos ha enseñado a recoger y condensar en esta palabra lo más importante, lo sagrado, y al mismo tiempo lo humano, lo civilizado, lo elevado. Se nos enseña, por tanto, a considerar la relación entre el hombre y la mujer como más homogénea, más importante, más sagrada que cualquier otra relación (de los humanos con las deidades, de los humanos con la materia o con otros seres vivos, de los humanos con el cosmos). Se nos enseña a olvidar que la relación entre el hombre y la mujer sólo podía primar sobre la relación entre lo humano y lo no humano a causa de la esclavitud: si la política se constituye sin ninguna conexión real con la "crematística" o la ciencia natural, es porque cualquier relación con lo no humano era tenida en cuenta por los humanos reducidos a no humanos. Y se nos enseña, sobre todo, a olvidar o a descuidar que la polis no era más que lo que hoy llamaríamos una aldea, es más, una aldea extremadamente sexista y extremadamente racista, es decir, dominada por la minoría masculina y llamada "autóctona". Desde este punto de vista, la nación (la institución política por excelencia) no ha hecho más que ampliar el modo de vida de la aldea.

Pensar políticamente en la convivencia humana significa querer configurar nuestra vida como si estuviéramos en un pueblo: significa seguir imaginando que la naturaleza está fuera de los muros y que, por el contrario, "fuera" es sinónimo de no humano, en el sentido físico y moral; significa prolongar la ilusión de que aquí y sólo aquí estamos entre nosotros y en casa, porque aquí y sólo aquí compartimos algo común y original, ontológicamente diferente de lo que hay en otros lugares; significa perpetuar la ilusión de que lo que nos concierne a nosotros como hombres (posiblemente masculinos, heterosexuales y adultos) es más importante para nuestro futuro y el de la civilización que lo que les ocurre a los demás. A pesar y en contra del espíritu de la época, la política sigue siendo un compendio de superstición humanista arcaica y arcaizante. Y, sobre todo, está siempre impulsada por un deseo de purificación: quiere destilar lo humano puro de un mundo en el que cada ser humano no es más que un cruce entre la materia y el vegetal, el animal y el espíritu orgánico; quiere separar lo local, lo territorial, lo puramente terrestre, de la extensión celeste en la que cada hombre ocupa el mundo en su totalidad y nunca puede reducirse a un solo espacio.

Si hay que aprender algo de las plantas, es la necesidad de salir de estas fantasías. De hecho, ya los hemos dejado. La imposibilidad de refundar la autonomía de la política respecto a la esfera económica es sólo una muestra de ello: la vida de las cosas y los artefactos es tan decisiva para nuestra convivencia como la vida de los hombres y las mujeres. La imposibilidad de seguir suprimiendo el orden de lo que llamamos cuestiones "ecológicas" es otra: las plantas, los animales, los hongos, las bacterias, los materiales sintéticos o menos inorgánicos son tan sujetos de derecho como nosotros. El desarrollo de las "telecomunicaciones" es quizá la prueba definitiva de ello. Estamos en todas partes y todo está y puede estar en todas partes: yo estoy donde tú me lees, igual que cada vez que hablo estoy también a dos o tres metros de mi cuerpo, en el oído de mi interlocutor, en su cerebro y en su alma; tú estás en mí igual que cada vez que miro por la ventana el sol está en mi cuerpo y en mi mente. Siempre estamos, al menos virtualmente, en la totalidad del espacio y en la totalidad de las cosas, y por las mismas razones la totalidad de las cosas y la totalidad del mundo es donde cada uno de nosotros está. A partir de esta evidencia, ese conocimiento incierto y pueblerino llamado política muestra todos sus límites.

Abandonar el paradigma político, dejar la herencia griega y el fetichismo de "Occidente" significa también y sobre todo dejar la idea del suelo, la palabra y la identidad como base de la convivencia y preferir a ellas las del cielo, el aliento y el sexo. El suelo no es un a priori: es un efecto de la ocupación de los vivos y de su trabajo, de su vida. Son las lombrices, los hongos, las plantas y una infinidad de otros microorganismos los que transforman la roca en suelo. Y la raíz no es la condición de posibilidad de la existencia de la planta, sino la expresión de la misma al igual que cualquier otra parte del cuerpo. No hay un vínculo original entre la vida y el suelo o el territorio, hay una relación que es tan antigua como nuestro cuerpo y que cambia con cada movimiento de nuestro cuerpo. La convivencia no presupone una identidad, ni la crea. Cohabitar significa respirar en, a través y por el otro, construir con el otro un movimiento de continuidad que no presupone ningún reparto formal o sustancial. En un mundo donde todo está en todo, la única cuestión "política" es: ¿cómo mezclar? Como seres de género, la cuestión puede no ser puramente política, ya que siempre tiene que ver con el deseo, la forma, el placer y la fidelidad. La convivencia es una cuestión mucho más alquímica que política.

En esta metafísica y política de la mezcla se despliega también la idea de que, como la permeabilidad material y orgánica se ofrece sin cortapisas, se trata de entender, según su fórmula, que, a través de las plantas, "Todo está en todo". Esta fórmula también tiene la historia que usted menciona, ya que, desde Novalis hasta Hölderlin, pertenece a una concepción romántica del mundo por la que el microcosmos es el macrocosmos, el átomo más pequeño es también el más grande e induce una visión democrática del mundo.

En este sentido, ¿debería considerarse "La vida de las plantas" como un ensayo romántico, en el que usted, como los románticos, mantiene una relación íntima con la naturaleza? ¿Pertenece también su ensayo a este romanticismo eminentemente político, según el cual interesarse por las plantas significa llevar a cabo lo que Rancière, como gran romántico, llama un nuevo "reparto de lo sensible"?

El libro no es más que el despliegue de una intuición original: no hay nada original, nada estable, nada necesario en lo que llamamos "naturaleza". Por el contrario, todo en lo vivo demuestra que la naturaleza no es nunca el orden de lo anterior y original, sino el de lo posible y de lo que ha de venir: la palabra "natura" significa originalmente lo que se generará. El concepto se refiere a un futuro posible, no a un pasado ineludible. Esta fue también la intuición original de Lamarck o de Darwin: la naturaleza es la fuerza física y metafísica de la transformación, no sólo a nivel individual, porque es la fuerza que nos permite pasar de la nada a la forma y pasar por todas las variaciones que nuestra forma puede sufrir a lo largo de nuestra existencia, sino también a nivel de la especie y del planeta, porque es esta misma fuerza la que permite que las especies cambien, aparezcan y desaparezcan, y también permite que la tierra pase de ser un desierto mineral a una selva de seres vivos. Lo que los debates ecológicos parecen olvidar o descuidar es que la naturaleza no es sólo una fuerza de generación sino también y sobre todo de destrucción, o, por decirlo en términos aristotélicos, que es el plano de la generatione et corruptione de los seres. La muerte, la destrucción, la extinción, son fenómenos naturales, y además son síntomas de poder natural, porque toda destrucción corresponde, siempre, a un engendramiento. El envejecimiento y la muerte no son, ante todo, la acción y la evidencia de la negatividad, sino la primera etapa del ciclo de nacimiento. Todo nacimiento es un renacimiento. Todo envejecimiento es el comienzo del renacimiento en otro cuerpo: el ciclo siempre tiene forma de espiral, pues siempre es en otro cuerpo donde vuelve a empezar. Desde este punto de vista, la contaminación y sus efectos devastadores, así como todas las acciones humanas, son naturales y exclusivamente naturales.

Por otro lado, lo que el libro intenta demostrar es que decir que algo es natural es decir que es totalmente artificial, que ha sido fabricado. Esta coincidencia de vida y tecnología es lo que queremos decir cada vez que definimos la vida como un hecho orgánico. La palabra "órgano" viene del griego organon, que significa instrumento: la presencia, o más bien la necesidad, de órganos para que haya vida muestra que la vida sólo puede existir en medio de una panoplia de instrumentos, que sólo existe técnicamente, como una conformación de sí misma, como una técnica de sí misma. La vida es y siempre se hace a sí misma. La vida de las plantas no es más que el teatro anatómico de este gesto primordial de darse forma al aire libre: según la tradición aristotélica, una planta es el ser vivo que hace sólo eso, construir su cuerpo anatómico. Pero si la vida no es más que una panoplia de instrumentos, no hay distinción ontológica entre los instrumentos internalizados en los cuerpos y los que están fuera del cuerpo anatómico. El corazón no es más natural que la tela de araña: ambos son instrumentos, ambos son órganos de vida. Del mismo modo, el ordenador que me permite escribir en este momento es un ser natural -un instrumento de vida, detrás del cual y dentro del cual hay vida y nada más que vida- tanto como una nutria, una madriguera de topos o una ráfaga de viento: como el hombre es un ser natural, todo lo que forma parte de su actividad es parte de la naturaleza.

En el curso de su reflexión, parece querer liberar toda consideración científica y analítica del mundo de su antropomorfismo inherente a través de las plantas y la nueva atención que les presta. Así, en su opinión, ¿cómo pueden las ciencias humanas y el humanismo tocar lo humano sólo a través de una naturaleza que ha sido filtrada abusivamente a través del antropomorfismo?

Una consecuencia flagrante de este antropomorfismo es el animalismo antiespecista que usted describe, de forma abiertamente polémica, como un "antropocentrismo con darwinismo interiorizado: ha extendido el narcisismo humano al reino animal." ¿Piensa usted, en efecto, que el movimiento antiespecista pierde una parte esencial de lo vivo y que debe abandonar su narcisismo si quiere comprometerse en la defensa de los animales y, de paso, optar por el vegetarianismo?

El movimiento antiespecista olvida uno de los principios básicos de toda la vida animal: la heterotrofia. A diferencia de los organismos que, como las plantas, gracias al proceso fotosintético, no necesitan alimentarse de otros seres vivos para sobrevivir, todos los demás organismos sólo viven gracias a la incorporación de la vida de otros. Hay una forma de canibalismo en la vida que define una de sus principales características: nos comemos a otros seres vivos, vivir mejor es siempre vivir del cuerpo de otros. Es absolutamente inútil tratar de introducir distinciones que nos permitan pensar en nosotros como no caníbales. O dicho de otro modo: la prohibición de alimentarse de otras especies vivas (ya sean animales o vegetales) sólo puede tener un fundamento mitológico y arbitrario. Podemos cumplirla, pero estamos en el plano de las creencias y la religión.

Y al pensar en términos de un fuerte corte entre animales y plantas, el antiespecismo reintroduce el corte moral que una vez separó a los humanos de los no humanos.

Por último, para concluir nuestra conversación, me gustaría volver a los últimos capítulos de su ensayo, que, después de la atmósfera y la hoja, se centran en particular en la flor como movimiento de desapropiación del yo, como un devenir arrastrado por la desafiliación. ¿De qué manera la flor se convierte en el paradigma de un devenir ajeno a uno mismo?

En su ensayo, bueno, en términos más generales, ha omitido deliberadamente cualquier ejemplo de la pintura o la literatura, pero ¿no cree que, en lo que respecta a las flores en particular, con Baudelaire y Proust, la literatura ha considerado a menudo y sobre todo la flor como la metáfora absoluta, es decir, la imagen del deseo y del mundo percibido como una eflorescencia continua de la vida? ¡¿No se trata de decir, en cierto modo, como Rimbaud para la poesía en "Ce qu'on dit au poète à propos de fleurs": "Des lys! ¡Lirios! ¡No los vemos!

¿Y por qué no van a ser arte las obras de Darwin o Lamarck? ¿Y no son las obras de Platón uno de los ejemplos más brillantes de la literatura occidental? ¿De verdad cree que hay una diferencia fundamental entre un pintor realista y un naturalista que observa largamente la naturaleza y la describe con signos visuales distintos, las letras del alfabeto? En realidad, no hay diferencia entre el fetichismo retórico que impide a la ciencia contemporánea ir más allá de los límites asfixiantes de la jerga y de los ensayos con notas a pie de página, y el de quienes piensan que la atención a los datos sensibles del medio hace que cualquier manejo de la imagen y el sonido sea algo diferente de la ciencia. No he evitado la literatura, simplemente he preferido ciertas obras literarias a otras: Goethe a Proust, Lucrecia a Rimbaud. Lo interesante sería preguntarse por qué clasificamos con tanta seguridad a Baudelaire o Rimbaud del lado de la literatura y el arte y a Priestley o James Lovelock del lado de la ciencia y no al revés. Creo que es urgente liberarse de estas clasificaciones: sólo estaremos a la altura de nuestro tiempo cuando hayamos dejado de separar el arte y la ciencia, el placer y la contemplación, el entendimiento y la invención; sólo volveremos a producir conocimiento cuando hayamos dejado de preocuparnos por la disciplina a la que pertenece y su naturaleza. Esto vale también y sobre todo para el arte: el paradigma museístico o el paradigma de las belles lettres, que obligan a reducir el arte a un mero órgano de expresión de una interioridad romántica y solipsista, son arcaísmos que impiden que cualquier "arte" se convierta en una herramienta común de investigación, de producción y de comunicación de conocimientos, es decir, en una técnica cognitiva, en formas de conocimiento riguroso como pueden ser la química o la filosofía. Tenemos que aprender un nuevo arte de mezclar, y olvidar por una vez la moral de la distinción. Las plantas, y especialmente las flores, pueden servir de modelo en este sentido.

Si la flor es un paradigma del devenir ajeno a uno mismo, es, sencillamente, porque es el órgano sexual de los espermatófitos. Es el sexo, más en general, el que define la necesidad de la despriorización del yo. Intoxicados por la dialéctica de la culpa y la transgresión que va de Agustín a Foucault, hemos olvidado que el sexo es, ante todo, un instrumento de mezcla, mejor, la característica que hace de la mezcla una necesidad insuperable para toda existencia. Por nuestra naturaleza sexual (y no importa el género) sólo podemos nacer por la mezcla (genética, física, biológica, humana, social) de nuestros padres: también nos constituimos por la mezcla (de elementos, genes, alimentos, lenguas) y sólo podemos reproducirnos (y por tanto sobrevivir) por la mezcla. El sexo es sólo eso: la mezcla como origen, medio de existencia y destino. Por otra parte, gracias al sexo, la mezcla no es ni la simple yuxtaposición de una multiplicidad, la colección de iguales que se suman sin producir una suma, ni la fusión de componentes dispuestos a autodestruirse para formar una entidad superior. La mezcla sexual es diferente de la multitud, así como de la comunidad. Para reproducirnos, no basta con la desmultiplicación del yo ni con la fusión con otros elementos para producir un tercero: la mezcla es siempre un medio de invención, de diferenciación.

En el sexo, sin embargo, la mezcla nunca es exclusivamente entre dos individuos de la misma especie (por lo que la obsesión por el género de la cultura contemporánea es irrelevante), sino con otros individuos de diferentes especies o reinos y elementos no vivos. Para que haya sexo siempre tiene que haber un insecto, el viento, el agua (o para los hombres una casa, una cama, un coche, los amigos de los amigos, un teléfono): siempre tiene que haber personas. Desde este punto de vista, todo es sexual, porque nada escapa a la mezcla; en cambio, si el sexo es sólo la mezcla, nunca es un hecho puramente biológico o psicológico, es una fuerza cósmica, que siempre hace el mundo, que convierte los impulsos individuales en fuerzas cósmicas. El mundo es un hecho sexual, y sólo a través del sexo el mundo vivo vive diferenciándose.

Emanuele Coccia, La Vie des plantes, Bibliothèque Rivages, Nov. 2016, 190 p., €18

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