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El Amazonas arde, y los esfuerzos humanos contra la crisis climática nunca han parecido tan magros




Somos como hinchas de fútbol frente a una pantalla de televisión, gritando y saltando desde nuestros asientos, en una creencia supersticiosa de que esto de alguna manera influirá en el resultado.


Justo cuando el incendio de la selva amazónica dejó los titulares, nos enteramos de que casi 4.000 nuevos focos se iniciaron en Brasil en los dos días posteriores a que el gobierno prohibiera la quema deliberada de la Amazonía.


Estas cifras activan la alarma: ¿realmente nos dirigimos hacia un suicidio colectivo? Al destruir la selva amazónica, los brasileños están matando "los pulmones de nuestra Tierra". Sin embargo, si queremos enfrentarnos seriamente a las amenazas a nuestro medio ambiente, lo que debemos evitar son precisamente esas extrapolaciones rápidas que fascinan nuestra imaginación.


Hace dos o tres décadas, todos en Europa hablaban de Waldsterben, la muerte de los bosques. El tema salió en las portadas de todos los semanarios populares, y hubo cálculos de cómo en medio siglo Europa estaría sin bosques. Ahora hay más bosques en Europa que en ningún otro momento del siglo XX, y nos estamos dando cuenta de otros peligros, por ejemplo, de lo que ocurre en las profundidades de los océanos.


Si bien debemos tomarnos muy en serio las amenazas ecológicas, también debemos ser plenamente conscientes de lo inciertos que son los análisis y las proyecciones en este ámbito; sabremos con seguridad lo que está ocurriendo sólo cuando sea demasiado tarde. Las extrapolaciones rápidas sólo dan argumentos a los que niegan el cambio climático. Debemos evitar a toda costa la trampa de una "ecología del miedo", una fascinación precipitada y morbosa por la catástrofe que se avecina.


Esta ecología del miedo tiene las características de una forma de ideología predominante en desarrollo en el capitalismo global, un nuevo opio para las masas que reemplaza a la religión en declive. Asume la función fundamental de la antigua religión, la de instalar una autoridad incuestionable que puede imponer límites.


La lección que se nos inculcó a golpes es la de nuestra propia finitud: somos una sola especie en una Tierra incrustada en una biosfera que se extiende mucho más allá de nuestro horizonte. En nuestra explotación de los recursos naturales, estamos tomando prestado del futuro, por lo que debemos tratar a nuestro planeta con respeto, como algo que en última instancia es sagrado, algo que no debe ser revelado totalmente, que debe permanecer y permanecer por siempre como un misterio, un poder en el que debemos confiar, no dominar.


Si bien no podemos dominar plenamente nuestra biosfera, por desgracia tenemos el poder de hacerla descarrilar, de perturbar su equilibrio para que que colpase y nos lleve a nosotros en ese proceso. Por eso, aunque los ecologistas nos exigen todo el tiempo que hagamos cambios radicales en nuestro estilo de vida, en esta exigencia subyace su contrario: una profunda desconfianza en el cambio, en el desarrollo, en el progreso. Todo cambio radical puede tener la consecuencia no deseada de una catástrofe.


En este punto, las cosas se ponen aún más difíciles. Incluso cuando profesamos la disposición a asumir la responsabilidad de las catástrofes ecológicas, esto puede ser una estratagia complicada para evitar enfrentarse a la verdadera magnitud de la amenaza. Hay algo engañosamente tranquilizador en esta disposición a asumir la culpa por las amenazas a nuestro medio ambiente: nos gusta ser culpables ya que, si somos culpables, entonces todo depende de nosotros, tiramos de las cuerdas de la catástrofe, por lo que también podemos salvarnos a nosotros mismos simplemente cambiando nuestras vidas.


Lo que es realmente difícil de aceptar para nosotros (al menos para nosotros en Occidente) es que nos veamos reducidos a un papel puramente pasivo de observadores impotentes que sólo pueden sentarse a observar nuestro destino. Para evitar esto, somos propensos a involucrarnos en actividades frenéticas, reciclamos papel viejo, compramos alimentos orgánicos, lo que sea, sólo para estar seguros de que estamos haciendo algo, haciendo nuestra contribución.


Somos como un aficionado al fútbol que apoya a su equipo frente a una pantalla de televisión en casa, gritando y saltando desde su asiento, en la supersticiosa creencia de que esto de alguna manera influirá en el resultado.


Es cierto que la forma típica de negación fetichista en torno a la ecología es: "Sé muy bien (que todos estamos amenazados), pero realmente no lo creo (así que no estoy listo para hacer nada realmente importante como cambiar mi forma de vida)".


Pero también existe la forma opuesta de negación: "Sé muy bien que no puedo influir realmente en el proceso que puede llevar a mi destrucción (como un estallido volcánico), pero sin embargo es demasiado traumático para mí como para aceptarlo, así que no puedo resistir la tentación de hacer algo, aunque sé que en última instancia no tiene sentido".


¿No es por eso que compramos alimentos orgánicos? ¿Quién cree realmente que las manzanas "orgánicas", medio podridas y caras, son realmente más sanas? El punto es que, al comprarlos, no sólo compramos y consumimos un producto, sino que simultáneamente hacemos algo significativo, mostramos nuestro cuidado y conciencia global, participamos en un gran proyecto colectivo.


La ideología ecológica predominante nos trata a priori como culpables, en deuda con la Madre Naturaleza, bajo la presión constante del mando del superego ecológico que nos interpela en nuestra individualidad: "¿Qué hiciste hoy para pagar tu deuda con la naturaleza? ¿Pusiste todos tus periódicos en un contenedor de reciclaje adecuado? ¿Y todas las botellas de cerveza o latas de Coca-Cola? ¿Utilizó su bicicleta o transporte público en lugar de su coche? ¿Abriste las ventanas de par en par en vez de encender el aire acondicionado?"


Lo que está en juego en estos desafíos de la individualización son fáciles de ver: me pierdo en mi propio auto examen en lugar de plantear preguntas globales mucho más pertinentes sobre toda nuestra civilización industrial.


La ecología se presta así fácilmente a la mistificación ideológica. Puede ser un pretexto para el oscurecimiento de la Nueva Era (elogiar lo premoderno, etc.), o para el neocolonialismo (quejas del mundo desarrollado sobre la amenaza de un rápido crecimiento en países en vías de desarrollo como Brasil o China), o como una causa para honrar a los "capitalistas verdes" (comprar verde y reciclar, como si tomar en cuenta la ecología justificara la explotación capitalista). Todas estas tensiones estallaron en nuestras reacciones a los recientes incendios ene lAmazonas.


Existen cinco estrategias principales para distraer la atención de las verdaderas dimensiones de la amenaza ecológica.


En primer lugar está la simple ignorancia: es un fenómeno marginal, no digno de nuestra preocupación, la vida continúa, la naturaleza se cuida a sí misma.

En segundo lugar, está la creencia de que la ciencia y la tecnología pueden salvarnos.

En tercer lugar, que debemos dejar la solución al mercado (con mayores impuestos a los contaminadores, etc.).

En cuarto lugar, recurrimos a la presión del superego sobre la responsabilidad personal en lugar de grandes medidas sistémicas (cada uno de nosotros debe hacer lo que pueda: reciclar, consumir menos, etc.).

Y quinto, quizás el peor, es la defensa de un retorno al equilibrio natural, a una vida más modesta y tradicional por medio de la cual renunciamos a la arrogancia humana y volvemos a ser hijos respetuosos de nuestra Madre Naturaleza.


Todo este paradigma de la Madre Naturaleza arruinada por nuestra arrogancia es erróneo. El hecho de que nuestras principales fuentes de energía (petróleo, carbón) sean remanentes de catástrofes pasadas que ocurrieron antes del advenimiento de la humanidad es un claro recordatorio de que la Madre Naturaleza es fría y cruel.


Esto, por supuesto, no significa en modo alguno que debamos relajarnos y confiar en nuestro futuro: el hecho de que no esté claro lo que está ocurriendo hace que la situación sea aún más peligrosa. Además, como se está haciendo cada vez más evidente, las migraciones (y los muros destinados a prevenirlas) se entrelazan cada vez más con perturbaciones ecológicas como el calentamiento global. El apocalipsis ecológico y el apocalipsis de los refugiados se superponen cada vez más en lo que Philip Alston, un relator especial de la ONU, describió con toda precisión:


"Nos arriesgamos a un escenario de'apartheid climático'", dijo, "donde los ricos pagan para escapar del sobrecalentamiento, el hambre y los conflictos, mientras el resto del mundo se ve abandonado a su suerte".


Los menos responsables de las emisiones globales también tienen la menor capacidad para protegerse.


Entonces, la pregunta leninista: ¿qué se debe hacer? Estamos en un gran problema: no hay una solución "democrática" sencilla. La idea de que las personas (no sólo los gobiernos y las empresas) deben decidir suena profundo, pero plantea una pregunta importante: aún si su comprensión no estuviera distorsionada por los intereses de las empresas, ¿qué es lo que las califica para emitir un juicio en un asunto tan delicado?


Lo que podemos hacer es al menos establecer las prioridades y admitir lo absurdo de nuestros juegos de guerra geopolíticos cuando el mismo planeta por el que se luchan las guerras está amenazado.


En el Amazonas, vemos el ridículo juego de Europa culpando a Brasil y Brasil culpando a Europa. Esto tiene que parar. Las amenazas ecológicas dejan claro que la era de los Estados nacionales soberanos se acerca a su fin: se necesita una agencia global fuerte con el poder de coordinar las medidas necesarias. ¿Y la necesidad de tal agencia, de tal coordinación no apunta en la dirección de lo que alguna vez llamamos "comunismo"?.



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