top of page
Foto del escritorAlejandro T

Ensayo: Las bayas silvestres y una economía de la abundancia

Actualizado: 22 ene

Fuente: Revista Emergence - Robin Wall Kimmerer


Al tiempo que Robin Wall Kimmerer cosecha bayas junto con las aves, considera la ética de la reciprocidad que se encuentra en el corazón de la economía del regalo. ¿Cómo, se pregunta, podemos aprender de la sabiduría indígena y los sistemas ecológicos para reimaginar las monedas de intercambio?


El aliento fresco del atardecer se desliza por las colinas boscosas, desplazando el calor del día, y con él vienen los pájaros, tan ansiosos por el fresco como yo. Llegan en una bandada de llamadas que suenan a risas, y yo tengo que reírme con el mismo placer. Están a mi alrededor, ampelis americano (Bombycilla cedrorum) y pájaros gato (Dumetella o Melanoptila) y un destello de iridiscencia delazulejo (Sialia). Nunca he sentido tanto parentesco con mi tocayo, el mirlo (Turdus) (en inglés Robin como el nombre de la autora, [nota del traductor]), como en este momento en que ambos estamos llenando nuestras bocas con bayas y gorjeando de felicidad. Los arbustos están cargados de gordos racimos rojos, azules y púrpuras como el vino, en diferentes etapas de madurez, tantos que puedes recogerlos a manos llenas. Me alegro de tener un cubo y me pregunto si los pájaros podrán volar con sus vientres tan llenos como el mío.


Esta abundancia de bayas se siente como un puro regalo de la tierra. No he ganado, ni pagado, ni trabajado por ella. No hay ninguna matemática de la valía que considere que la merezco de alguna manera. Y sin embargo, aquí están, junto con el sol, el aire, los pájaros y la lluvia reunida en las torres de cúmulo-nimbus. Podría llamarlos recursos naturales o servicios del ecosistema, pero los mirlos y yo los conocemos como regalos. Ambos cantamos en gratitud con la boca llena.


Parte de mi deleite proviene de su inesperada presencia. Los giollomos locales (Amelanchier arborea), tienen pequeños frutos duros, que tienden a la sequedad, y sólo de vez en cuando hay un árbol con ofrendas dulces. La recompensa en mi cubo es de una especie occidental - Amelanchier. alnifolium, conocida como giollomo de Saskatun - plantada por mi vecino granjero, y este es su primer año de fructificación, lo cual hacen con un entusiasmo que coincide con el mío.


Saskatoon, Juneberry, Shadbush, Shadblow, Sugarplum, Sarvis, Serviceberry - estos son algunos de los muchos nombres del Amelanchier. Los etnobotánicos saben que cuantos más nombres tenga una planta, mayor será su importancia cultural. El árbol es querido y buscado por sus frutos, por su uso medicinal y por la temprana espuma de las flores que blanquean los bordes de los bosques, es el primer indicio de la primavera. Los giollomos son conocidos como una planta de calendario, tan fiel a los patrones climáticos de las estaciones. Su floración es una señal de que el suelo se ha descongelado y que la alosa (Alosa sapidissima) corre río arriba, o al menos lo hacía en sus días, cuando los ríos eran lo suficientemente claros y libres como para contener su desove. Si bien su nombre en ingles “Serviceberry” se deriva de de su pariente Sorbus (también de la familia de las rosáceas), esta planta proporciona una gran cantidad de bienes y servicios. No sólo a los humanos sino a muchos otros ciudadanos. Es la preferida de ciervos y alces, una fuente vital de polen temprano para los nuevos insectos emergentes, y es el huésped de un conjunto de larvas de mariposas - como la mariposa tigre canadiense (Papilio), la mariposa virrey (Limenitis archippus), la atalanta (Vanessa atalanta) y Theclinae y de aves que se alimentan de bayas y que dependen de esas calorías en la temporada de reproducción.


En lengua Potawatomi, se llama Bozakmin, que es un superlativo: la mejor de las bayas. Estoy de acuerdo con mis antepasados en la exactitud de ese nombre. Imaginen una fruta que sabe como un arándano cruzado con la satisfactoria sensación de la manzana, un toque de agua de rosas y un crujido minúsculo de semillas con sabor a almendra. Saben como nada que una tienda de comestibles tenga que ofrecer: salvaje, complejo con una química que tu cuerpo reconoce como la verdadera comida que ha estado esperando.


Para mí, la parte más importante de la palabra Bozakmin es "min", la raíz de "baya". Aparece en nuestras palabras Potawatomi para Arándano, Fresa, Frambuesa, incluso Manzana, Maíz y Arroz Salvaje. La revelación en esa palabra es un tesoro para mí, porque también es la palabra raíz de "regalo". Al nombrar las plantas que nos llueven con bondad, reconocemos que son regalos de nuestros parientes vegetales, manifestaciones de su generosidad, cuidado y creatividad. Cuando hablamos de estos no como cosas o productos o mercancías, sino como regalos, toda la relación cambia. No puedo dejar de mirarlas, como joyas en mi mano ahuecada, y exhalar mi gratitud.


En presencia de tales regalos, la gratitud es la primera respuesta intuitiva. La gratitud fluye hacia las plantas que nos preceden e irradia a la lluvia, al sol, a la improbabilidad de los arbustos salpicados con bocados de dulzura en un mundo que puede ser amargo.


La gratitud es mucho más que un cortés agradecimiento. Es el hilo que nos conecta en una profunda relación, simultáneamente física y espiritual, ya que nuestros cuerpos se alimentan y los espíritus se nutren del sentido de pertenencia, que es el más vital de los alimentos. La gratitud crea una sensación de abundancia, el saber que tienes lo que necesitas. En ese clima de suficiencia, nuestra hambre por más disminuye y tomamos sólo lo que necesitamos, en respeto a la generosidad del que da.


Si nuestra primera respuesta es la gratitud, entonces la segunda es la reciprocidad: dar un regalo a cambio. ¿Qué podría dar a estas plantas a cambio de su generosidad? Podría ser una respuesta directa, como el deshierbe o el agua o una canción de agradecimiento que envíe apreciación al viento. O indirecta, como donar a mi fideicomiso local de tierras para que se salve más hábitat para quienes dan regalos, o hacer arte que invite a otros a la red de la reciprocidad.


La gratitud y la reciprocidad son la moneda de la economía del regalo, y tienen la notable propiedad de multiplicarse con cada intercambio, concentrando su energía al pasar de mano en mano, un recurso verdaderamente renovable. Acepto el regalo del arbusto y luego extiendo ese regalo con un plato de bayas a mi vecino, que hace un pastel para compartir con su amigo, que se siente tan rico en comida y amistad que se ofrece como voluntario en la despensa. Ya sabes cómo va.


Llamar al mundo como un regalo es sentir la pertenencia a la red de la reciprocidad. Te hace feliz y te hace responsable. Concebir algo como un regalo cambia tu relación con él de una manera profunda, aunque la composición física de la "cosa" no haya cambiado. Un gorro de lana tejido que compras en la tienda te mantendrá caliente sin importar su origen, pero si fue tejido a mano por tu tía favorita, entonces estás en relación con ese objeto de una manera muy diferente: eres responsable por ella, y tu gratitud tiene fuerza motriz en el mundo. Es probable que cuides mucho más el sombrero de regalo que el sombrero de mercancía, porque es un tejido de relaciones. Este es el poder del pensamiento del regalo. Imagino que si reconociéramos que todo lo que consumimos es un regalo de la Madre Tierra, cuidaríamos mejor lo que se nos da. Maltratar un regalo tiene gravedad emocional y ética, así como resonancia ecológica.


La forma en que pensamos se refleja en la forma en que nos comportamos. Si vemos estas bayas, o el carbón o un bosque, como un objeto, como una propiedad, puede ser explotado como una mercancía (commodity) en una economía de mercado. Conocemos las consecuencias de eso.


¿Por qué entonces hemos permitido el dominio de los sistemas económicos que mercantilizan (comoditizan) todo? ¿Qué crean escasez en lugar de abundancia, que promueven la acumulación en lugar del compartir? Hemos entregado nuestros valores a un sistema económico que perjudica activamente lo que amamos. Me pregunto cómo arreglamos eso. Y no soy la única.


Como soy botánica, mi fluidez en el léxico de las bayas puede que no se extienda fácilmente a la economía, por lo que quería volver a examinar el significado convencional de la economía para compararlo con mi comprensión de la economía de los regalos de la naturaleza. ¿Para qué sirve la economía? Resulta que la respuesta depende mucho de a quién se le pregunte. En su sitio web, la Asociación Económica Americana dice: "Es el estudio de la escasez, el estudio de cómo las personas utilizan los recursos y responden a los incentivos". Mi yerno enseña economía en la escuela secundaria, y el primer principio que sus estudiantes aprenden es que la economía se trata de la toma de decisiones frente a la escasez. Cualquier cosa y todo en un mercado está implícitamente definido como escaso. Con la escasez como principio principal, la mentalidad que sigue se basa en la comoditización de los bienes y servicios.


Ya he pasado la secundaria, pero no estoy segura de entender ese pensamiento, así que lleno un tazón con arándanos frescos para mi amiga y colega, la Dra. Valerie Luzadis. Es una apreciadora de los regalos de la naturaleza y profesora y ex presidenta de la Sociedad de Economía Ecológica de los Estados Unidos. La economía ecológica es una teoría económica creciente que expande la definición convencional trabajando para integrar los sistemas naturales de la Tierra y los valores humanos. Pero no ha sido una práctica estándar incluir estos elementos fundacionales, normalmente se dejan fuera de la ecuación. Valerie prefiere la definición de que "la economía es la forma en que nos organizamos para sostener la vida y mejorar su calidad. Es una forma de considerar cómo nos proveemos a nosotros mismos".


Las palabras ecología y economía provienen de la misma raíz, el griego oikos, que significa "hogar" o "casa": es decir, los sistemas de relación, los bienes y servicios que nos mantienen vivos. El sistema de economías de mercado que se nos da por defecto no es el único modelo que existe. Los antropólogos han observado y compartido múltiples marcos culturales, coloreados por visiones del mundo muy diferentes sobre "cómo nos proveemos a nosotros mismos", incluyendo las economías de regalos.


Mientras las bayas caen en mi cubo, pienso en lo que haré con todas ellas. Dejaré algunas para los amigos y vecinos, y ciertamente llenaré el congelador para los panecillos de giollomos en febrero. Este "problema" de manejar las decisiones sobre la abundancia me recuerda un informe que el lingüista Daniel Everett escribió mientras aprendía de una comunidad de cazadores-recolectores en la selva tropical brasileña. Un cazador había traído a casa una pieza de caza muy grande, demasiado para ser comida por su familia. El investigador preguntó cómo almacenaría el exceso. Las tecnologías de ahumado y secado eran bien conocidas; el almacenamiento era posible. El cazador estaba desconcertado por la pregunta: ¿almacenar la carne? ¿Por qué haría eso? En su lugar, envió una invitación a un festín, y pronto las familias vecinas se reunieron alrededor de su fuego, hasta que se consumió hasta el último bocado. Esto le pareció un comportamiento inadaptado al antropólogo, que volvió a preguntar: dada la incertidumbre de la carne en el bosque, ¿por qué no almacenó la carne para sí mismo, que es lo que el sistema económico de su cultura natal hubiera predicho.


"¿Almacenar mi carne? Almaceno mi carne en el vientre de mi hermano", respondió el cazador.


Me siento en gran deuda con este profesor sin nombre por estas palabras. Ahí late el corazón de las economías de regalo, una alternativa antecedente a las economías de mercado, otra forma de "organizarnos para sostener la vida". En una economía de regalos, la riqueza se entiende como tener suficiente para compartir, y la práctica para tratar con la abundancia es regalarla. De hecho, el estatus no está determinado por cuánto se acumula, sino por cuánto se regala. La moneda en una economía de regalos es la relación, que se expresa como gratitud, como interdependencia y los ciclos continuos de reciprocidad. Una economía de regalos alimenta los lazos comunitarios que mejoran el bienestar mutuo; la unidad económica es "nosotros" en lugar de "yo", ya que todo lo que florece es mutuo.



Los antropólogos caracterizan las economías de regalo (donación) como sistemas de intercambio en los que los bienes y servicios circulan sin expectativas explícitas de compensación directa. Los que tienen dan a los que no tienen, de modo que todos en el sistema tienen lo que necesitan. No se regula desde arriba, sino que se deriva de un sentido colectivo de equidad y responsabilidad en respuesta a los regalos de la Tierra.


En su libro Economía Sagrada, Charles Eisenstein afirma: "Los regalos cimentan la realización mística de la participación en algo más grande que uno mismo que, sin embargo, no está separado de uno mismo. Los axiomas del interés propio racional cambian porque el yo se ha expandido para incluir algo del otro". Si la comunidad está floreciendo, entonces todos dentro de ella participarán de la misma abundancia - o escasez - que la naturaleza proporciona.


La moneda de cambio es la gratitud y las relaciones más que el dinero. Incluye un sistema de acuerdos sociales y morales de reciprocidad indirecta. Así, el cazador que compartió el festín con usted podría anticipar que compartiría de una red de pesca cargada u ofrecería su trabajo en la reparación de un barco.


El mundo natural en sí mismo se entiende como un regalo y no como una propiedad privada, por lo que existen restricciones éticas sobre la acumulación de abundancia que no es suya. Ejemplos bien conocidos de economías de regalos incluyen los potlatches o el anillo cíclico de Kula, en el que los regalos circulan en el grupo, solidificando los lazos de relación y redistribuyendo la riqueza.


La cuestión de la abundancia pone de relieve la sorprendente diferencia entre las economías de mercado que han llegado a dominar el mundo y las antiguas economías de regalo que las precedieron. Hay muchos ejemplos de economías de regalo que funcionan - la mayoría en sociedades pequeñas de relaciones estrechas, donde el bienestar de la comunidad se reconoce como la "unidad" de éxito - donde el interés del "nosotros" supera al del "yo". En esta época en que las economías han crecido tanto y son tan impersonales que extinguen el bienestar de la comunidad en lugar de nutrirlo, tal vez deberíamos considerar otras formas de organizar el intercambio de bienes y servicios que constituyen una economía.


En una economía de mercado, en la que los principios subyacentes son la escasez y la maximización del rendimiento de las inversiones, la carne es propiedad privada, se acumula para el bienestar del cazador o se intercambia por moneda. El mayor estatus y éxito proviene de la posesión. La seguridad alimentaria está garantizada por la acumulación privada.


Por el contrario, las economías de regalos surgen de la abundancia de regalos de la Tierra, que no son propiedad de nadie y por lo tanto son compartidos. Compartir engendra relaciones de buena voluntad y lazos que aseguran que serás invitado al festín cuando tu vecino sea afortunado. La seguridad está garantizada por el cultivo de lazos de reciprocidad. Puedes guardar la carne en tu propia despensa o en el vientre de tu hermano. Ambos tienen el resultado de mantener el hambre a raya pero con consecuencias muy diferentes para el pueblo y para la tierra que proporcionó ese sustento.


No he estudiado economía en décadas, pero como ecologista de plantas, he pasado toda una vida pidiendo a las plantas su guía en cualquier número de cuestiones; así que me pregunté qué tenían que decir los giollomos sobre los sistemas que crean y distribuyen bienes y servicios. ¿Cuál es su sistema económico? ¿Cómo responden a las cuestiones de abundancia y escasez? ¿Su proceso evolutivo los ha convertido en acaparadores o compartidores?


Preguntemos a los giollomo de saskatun. Estos árboles de tres metros de altura son los productores de esta economía. Usando las materias primas gratuitas de la luz, el agua y el aire, transmutan estos regalos en hojas, flores y frutos. Almacenan algo de energía como azúcares en la fabricación de sus propios cuerpos, pero gran parte de ella es compartida. Parte de la abundancia de la lluvia y el sol primaveral se manifiesta en forma de flores, que ofrecen un festín para los insectos cuando hace frío y llueve. Los insectos devuelven el favor llevando el polen. La comida rara vez escasea para los giollomosde saskatun, pero la movilidad es rara. El movimiento es un don de los polinizadores, pero la energía necesaria para soportar el zumbido es escasa. Así que crean una relación de intercambio que beneficia a ambos.


En verano, cuando las ramas están cargadas, la baya del giollomo produce una abundancia de azúcar. ¿Acumula esa energía para sí misma? No, invita a los pájaros a un festín. Vengan mis parientes, llenen sus estómagos, dicen las giollomos. ¿No están almacenando su carne en el estómago de sus hermanos y hermanas, los arrendajos (corvidae), mímidos (mimidae) y los mirlos (turdus)?


¿No es esto una economía? ¿Un sistema de distribución de bienes y servicios que satisface las necesidades de la comunidad? La moneda de este sistema económico es la energía, que fluye a través de él, y los materiales, que circulan entre los productores y los consumidores. Es un sistema de redistribución de la riqueza, un intercambio de bienes y servicios. Cada miembro tiene una abundancia de algo, que ofrece a los demás. La abundancia de bayas va a los pájaros, porque, ¿qué uso tiene el árbol de las bayas sino como una forma de establecer relaciones con los pájaros?


Comer demasiadas bayas tiene el mismo efecto en las aves que en las personas. Las salpicaduras de fucsia decoran los postes de la cerca. Este es el objetivo de las bayas: hacerse tan irresistibles y abundantes que los pájaros vengan y se den un festín, como lo estamos haciendo esta tarde, y luego distribuir las semillas a lo largo y ancho. El festín tiene otro beneficio. El paso a través del intestino de un pájaro escarifica las semillas para estimular la germinación. Los pájaros proporcionan servicios a los giollomos, quienes les proveen servicios a su vez a las aves. Las relaciones creadas por el regalo tejen una miríada de relaciones entre insectos y microbios y sistemas de raíces. El regalo se multiplica con cada donación, hasta que regresa tan rico y dulce que brota como el canto de los pájaros que me despierta por la mañana. Si la abundancia hubiera sido acaparada, si los giollomos actuaran sólo para su propio beneficio, el bosque se vería disminuido.


Charles Eisenstein expresa que hemos creado una economía grotesca que muele lo que es bello y único transformándolo en dinero, una moneda que nos permite comprar cosas que realmente no necesitamos mientras destruimos lo que si necesitamos.


Creo que los giollomos nos muestran otro modelo, uno basado en la reciprocidad en lugar de la acumulación, donde la riqueza y la seguridad provienen de la calidad de sus relaciones, no de la ilusión de autosuficiencia. Sin las relaciones de regalo con las abejas y los pájaros, los giollomos desaparecerían del planeta. Incluso si acapararan la abundancia, encaramándose en la escalera de la riqueza, no se salvarían del destino de la extinción si sus compañeros no compartieran esa abundancia. Acumular no nos salvará tampoco. Todo florecimiento sólo puede ser mutuo.


Mientras veo a los mirlos (turdus) y a los ampelis americanos (Bombycilla cedrorum) llenar sus estómagos, veo una economía de regalos en la que la abundancia se almacena "en el vientre de mi hermano". Apoyar una próspera comunidad de aves es esencial para el bienestar del giollomo y de todos los demás en la cadena alimenticia. Eso parece especialmente importante para un ser inmóvil y longevo como un árbol, que no puede huir de las relaciones rotas. La prosperidad sólo es posible si se han cultivado fuertes lazos con la comunidad.


Este sistema de intercambios me parece una economía, pero soy una ecologista de plantas. Me pregunto si una economista como Valerie vería una economía de regalos en la distribución de bienes y servicios de los giollomos. Quiero saber si los sistemas naturales podrían ser entendidos como análogos a los sistemas económicos. ¿Podríamos hacer una especie de biomímesis económica para diseñar sistemas de intercambio que beneficien a los seres humanos y a los seres que son más que humanos al mismo tiempo?


"¡Si!" Valerie dice, como si hubiera esperado mucho tiempo para que le hicieran esta pregunta. "Los sistemas naturales pueden ser entendidos seguramente como análogos a los sistemas económicos."


Imaginar economías humanas que se modelan según sistemas ecológicos es el reino de los economistas ecológicos como Valerie. Esto es muy distinto de la economía ambiental, que calcula los costos y compensaciones de elegir destruir o restaurar los ecosistemas. Los economistas ecológicos se preguntan cómo podemos construir sistemas económicos que satisfagan las necesidades de los ciudadanos y al mismo tiempo se alineen con los principios ecológicos que permiten la sostenibilidad a largo plazo para las personas y el planeta. Valerie dice que "la economía ecológica surgió después de observar [cómo] el enfoque económico neoclásico no provee para todos y no considera adecuadamente los ecosistemas que son nuestro soporte de vida". Desde un punto de vista estrictamente utilitario, hemos creado un sistema tal que nos identificamos primero como consumidores antes de entendernos como ciudadanos del ecosistema. En la economía ecológica, la atención se centra en la creación de una economía que proporcione un futuro justo y sostenible en el que puedan prosperar tanto la vida humana como la no humana".


¿Qué podría enseñarnos aquí el giollomo? Responde: "El giollomo, o shadbush como lo aprendí, proporciona un modelo de interdependencia y coevolución que es el corazón de la economía ecológica. Los giollomos nos enseñan otra forma de entender la relación y el intercambio. Una economía de giollomos como modelo, nos da la oportunidad de articular el valor de la gratitud y la reciprocidad como fundamentos esenciales de una economía". Reciprocidad mas no escasez.


Como participante en una cultura tradicional de gratitud, con un cubo lleno de bayas en la mano, hay algo que nunca he entendido del todo sobre la economía humana, y es la primacía de la escasez como principio organizador. Las economías de mercado capitalistas dependen de la fuerza motriz de la escasez para regular los mercados con la oferta y la demanda.


Como una persona educada por las plantas, mis dedos manchados con jugo de bayas, no estoy dispuesta a dar a la escasez un papel tan prominente. Las economías del regalo surgen de la comprensión de la abundancia terrenal y la gratitud que genera. La percepción de la abundancia, basada en la noción de que hay suficiente si la compartimos, subyace a las economías de apoyo mutuo.


No hay duda de que todos los seres vivos experimentan algún nivel de escasez en diversos puntos, y por lo tanto que se producirá una competencia por los recursos limitados, como la luz o el agua o el nitrógeno del suelo. Pero como la competencia reduce la capacidad de carga de todos los interesados, la selección natural favorece a los que pueden evitar la competencia. A menudo esto se logra alejando las necesidades de lo que escasea, como si la evolución sugiriera "si no hay suficiente de lo que quieres, entonces quiere algo más". Esta especialización para evitar la escasez ha llevado a una deslumbrante variedad de biodiversidad, cada una evitando la competencia por ser diferente. La diversidad en las formas de ser es un antídoto para la competencia inducida por la escasez.


Los biólogos evolucionistas tal vez rechazarían esta noción, enmarcando los caminos de la vida del giollomo como la maximización del interés propio a través de la selección natural, que es el mismo tipo de argumento hecho por los economistas de mercado: la maximización del interés propio en el comportamiento económico a través de la competencia por los recursos escasos. La competencia entre individuos por el éxito es vista como la fuerza impulsora.


Valerie señala que incluso los ecologistas están reevaluando la suposición de que la intensa competencia es la fuerza primaria que regula el éxito evolutivo. El biólogo evolutivo David Sloan Wilson ha encontrado que la competencia tiene sentido sólo cuando consideramos que la unidad de la evolución es el individuo. Cuando el enfoque cambia al nivel de un grupo, la cooperación es un mejor modelo, no sólo para sobrevivir, sino para prosperar. En una entrevista reciente, el autor Richard Powers comenta: "Hay simbiosis en cada nivel de los seres vivos, y no puedes competir en un juego de suma cero con criaturas de las que depende tu existencia". Y aún así, continuamos operando nuestros sistemas económicos desde la base de la competencia. Creo que los giollomos descubrieron esto hace mucho tiempo, y nosotros los humanos tenemos que ponernos al día.


¿Y si la escasez es sólo una construcción cultural, una ficción que nos aleja de las economías de regalo? Cuando examino la economía de los giollomos, no veo escasez, sino abundancia compartida: el resultado de la fotosíntesis no suele escasear, ya que el sol y el aire son recursos perpetuamente renovables. Por supuesto, a veces no hay suficiente lluvia, y entonces la escasez se extiende por la red de relaciones, seguro. Esa es la verdadera escasez: cuando las lluvias no llegan. Una limitación física con repercusiones que se comparten, al igual que la abundancia. Ese tipo de escasez no es lo que me preocupa.


Es la escasez fabricada que no puedo aceptar. Para que las economías de mercado capitalistas funcionen, debe haber escasez, y el sistema está diseñado para crear escasez donde realmente no existe. Debido a que no he pensado mucho en la economía desde la estudié en la escuela secundaria hace décadas, me doy cuenta de que estaba aceptando el principio de la escasez como si fuera un hecho natural, no un supuesto de la economía.


Trato de entenderlo por mí misma, de pensar como una economista, no como una ecologista. Para que se pueda hacer dinero, debe haber mercancías que se compren y se vendan. Cuanto más escasas sean esas mercancías, mayores serán los ingresos. Entonces, creo que entiendo esto: la economía de mercado exige que los regalos terrenales abundantes y libremente disponibles se conviertan en mercancías y se hagan escasos por la privatización y un alto precio. Esto parece una locura, así que permítanme probar mi comprensión con el ejemplo del agua pura y hermosa, un regalo de los cielos. Antes era impensable que se pagara por un trago de agua; pero como la expansión económica descuidada contamina el agua dulce, ahora incentivamos la privatización de los manantiales y los acuíferos. El agua dulce, un regalo de la tierra, es pirateada por corporaciones sin rostro que la mete en botellas de plástico para venderla. Y ahora muchos no pueden permitirse lo que antes era gratis, y nosotros incentivamos la destrucción de las aguas públicas para crear una demanda para privatizarla.



Por el contrario, en las sociedades indígenas de todo el mundo, donde perduran restos de las economías de regalo, el agua es sagrada y la gente tiene la responsabilidad moral de cuidarla, de mantenerla fluyendo como la sangre vital de la Madre Tierra. Es un regalo, para ser compartido por todos, y la noción de poseer agua es un sinsentido ecológico y ético.


La filosofía indígena de la economía de regalos, basada en nuestra responsabilidad de transmitir esos regalos, no tolera la creación de una escasez artificial a través del acaparamiento. De hecho, el "monstruo" en la cultura Potawatomi es el Windigo, que sufre la enfermedad de tomar demasiado y compartir demasiado poco.


En un momento dado, mientras escribía este ensayo, mientras luchaba por imaginar cómo las formas de los giollomos y las antiguas economías de regalos podían ayudarnos a imaginar nuestra salida de la destrucción mutuamente asegurada que nos provee el capitalismo desenfrenado, necesitaba un descanso de las sombras de los Windigo que se arrastraban hacia mí. Afortunadamente, fui interrumpida por un texto de mi vecino, Paulie. Como si estuviera leyendo mi mente problemática del otro lado del valle, Paulie me invitó a recoger bayas en su granja. Giollomos. Gratis. El hormigueo de la sincronicidad me impulsó desde mi escritorio hasta el huerto.


Ella plantó este huerto pensando en las commodities, parte de sus ingresos como pequeña agricultora local; un cultivo innovador destinado a “cosecha las que vayas a llevar” lo cual puede ser lucrativo. Pero en lugar de eso, ha invitado a sus vecinos a venir y recoger gratis. Su mano de obra y sus gastos no son gratuitos: la labranza, la irrigación y la comercialización cuestan dinero real. Los árboles cuestan dinero, así como el combustible cuando Ed siega entre las filas y los giollomos no estarían pagando su propio camino.


Está perdiendo el rendimiento de su inversión al invitarnos a llenar nuestros cubos con este exceso de dulzura. No está obedeciendo las reglas de la economía de mercado capitalista; no se está comportando de manera que maximice su beneficio. Qué anti-Americano.


De un solo plumazo, sus bayas pasaron de la columna de commodities en una hoja de cálculo a la caja de cartón llamada "de regalo". Las bayas no habían cambiado nada: seguían siendo jugosas y llenas de antioxidantes. La granja tampoco había cambiado. Es una pequeña operación familiar, diversificada con una serie de productos que generan ingresos todo el año, desde corderos de primavera hasta árboles de Navidad. Lo único que cambió fue si a la gente que venía a recoger bayas se le pedía que pusiera trozos de papel verde en la lata de café a la puerta del granero.


Le pregunté por qué lo hizo, especialmente en estos días de pandemia, cuando todas las pequeñas empresas luchan por llegar a fin de mes. "Bueno", dijo, "son tan abundantes. Hay más que suficiente para compartir, y la gente podría usar un poco de bondad en sus vidas ahora mismo". La gente vino a recoger en el fresco de la tarde, distanciados socialmente en los extremos opuestos de las filas, aislados pero de alguna manera conectados por el ritmo de los dedos que se mueven desde el arbusto hasta el cubo - y la boca -. "Todos están muy tristes ahora", dijo, "pero en la parcela de bayas todo lo que oigo son voces felices". Se siente bien al dar ese pequeño placer".


Pero también es educación, dice. La mayoría de la gente aún no conoce las bayas, y regalarlas es una invitación a probarlas. Es cierto que los giollomos han sido durante mucho tiempo un alimento básico para la gente tradicional que comparte hábitat con Amelanchier alnifolia. Recolectadas en grandes cantidades, fueron usadas como base para el pemmican, la barra energética original. Ahora se usan para hacer pasteles y mermelada y para llenar la boca, se celebran como un regalo de la tierra pero son poco conocidas como producto en la economía de mercado.


Paulie tiene una reputación que mantener por no ser tonta en su enfoque de la vida, así que detalla su explicación: "No es realmente altruismo", insiste. "Una inversión en la comunidad siempre vuelve a ti de alguna manera. Tal vez la gente que viene por los giollomos regresará por los Girasoles y luego por los arándanos. Claro, es un regalo, pero también es un buen marketing. El regalo construye la relación, y eso siempre es algo bueno. Eso es lo que realmente producimos aquí, la relación, con el otro y con la granja." La moneda de la relación puede manifestarse como dinero en el camino, porque tienen que pagar las cuentas. Las bayas gratis pueden traducirse en mejores ventas de calabazas, porque la gente querrá volver al lugar con el que se relaciona. "La gente siente que obtiene algo más de lo que ha pagado", explicó. "Aprendieron sobre un nuevo alimento, o vieron a los niños trepar sobre fardos de heno". Los buenos sentimientos son el verdadero valor añadido. Incluso cuando se paga como una mercancía, el regalo de la relación sigue estando unido a ella.


La continua reciprocidad en el regalo se extiende más allá del siguiente cliente, sin embargo, en toda una red de relaciones que no son transaccionales. Son la buena voluntad bancaria, el llamado capital social. "Ser conocido como ciudadano siempre tiene valor", dice. Si alguien deja una puerta abierta y sus ovejas acaban en mi jardín, hay un cojín de buena voluntad en su lugar para que las dalias masticadas puedan ser perdonadas. "Tal y como yo lo veo", dice, "siempre valoro a la gente por encima de las cosas". Está esa vieja frase que a los granjeros les gusta decir: "Sin los granjeros, estarías desnudo, hambriento y sobrio". Pero va en ambos sentidos: sin buenos vecinos, también estarías solo, y eso es peor."


Y ese cliente que llega a valorar el olor de las bayas maduras y la vista de los corderos en el pasto y el recuerdo de sus hijos trepando en fardos de heno, podría votar por el bono de preservación de tierras de cultivo en las próximas elecciones. Es un buen retorno de la inversión de un cubo de bayas gratis.


Aprecio la noción de la economía del regalo, de que podemos alejarnos de la molida economía de mercado que reduce todo a una mercancía y deja a la mayoría de nosotros sin lo que realmente queremos: relación y propósito y belleza y significado, que nunca pueden ser una mercancía. Quiero formar parte de un sistema en el que la riqueza signifique tener lo suficiente para compartir, y donde la gratificación de satisfacer las necesidades de tu familia no se envenene destruyendo esa posibilidad para alguien más. Quiero vivir en una sociedad donde la moneda de cambio sea la gratitud y el recurso infinitamente renovable de la bondad, que se multiplica cada vez que se comparte en lugar de depreciarse con el uso.


Se podría criticar con razón que ya no vivimos en pequeñas sociedades insulares, donde la generosidad y la estima mutua estructuran nuestras relaciones. Pero debiéramos. Está dentro de nuestro poder crear tales redes de interdependencia, bastante fuera de la economía de mercado. Las comunidades intencionales de mutua confianza y reciprocidad son la ola del futuro, y su moneda es el compartir. El movimiento hacia una economía alimentaria local no se trata sólo de frescura y cuántos km recorre el alimento, y huellas de carbono y materia orgánica del suelo. Se trata de todas esas cosas, pero también se trata del profundo deseo humano de conexión, de estar en reciprocidad con los regalos que se nos dan.


Las verdaderas necesidades humanas que tales acuerdos abordan son exactamente aquello que anhelamos pero que no podemos comprar nunca: ser valorado por tus propios y únicos regalos, ganarte la consideración de tus vecinos por la calidad de tu carácter, no por la cantidad de tus posesiones; lo que das, no lo que tienes.


No creo que el capitalismo de mercado vaya a desaparecer pronto; las instituciones sin rostro que se benefician de él están demasiado arraigadas. Pero no creo que sea difícil imaginar que podemos crear incentivos para fomentar una economía de regalos que vaya a la par de la economía de mercado, donde el bien que se sirve es la comunidad. Después de todo, lo que anhelamos no son los beneficios sin rostro, sino las relaciones recíprocas, cara a cara, que son naturalmente abundantes pero que escasean por el anonimato de la economía a gran escala. Tenemos el poder de cambiar eso, de desarrollar las economías locales y recíprocas que sirven a la comunidad, en lugar de socavarla.


En Economía Sagrada, Eisenstein reflexiona sobre la economía de los ecosistemas: "En la naturaleza, el crecimiento precipitado y la competencia sin límites son características de los ecosistemas inmaduros, seguidos de una compleja interdependencia, simbiosis, cooperación y el ciclo de los recursos. La próxima etapa de la economía humana será paralela a lo que estamos empezando a entender sobre la naturaleza. Llamará la atención sobre los dones de cada uno de nosotros; enfatizará la cooperación por encima de la competición; fomentará la circulación por encima del acaparamiento; y será cíclica, no lineal. El dinero no desaparecerá pronto, pero desempeñará un papel menor incluso cuando adquiera más las propiedades del regalo. La economía se reducirá, y nuestras vidas crecerán".


Veo esto en el ejemplo de mis vecinos, tanto los granjeros como las bayas. Sí, tienen que pagar las facturas y son parte de la economía de mercado, pero con cada mercancía comercializada, añaden algo que no puede ser comercializado y que por lo tanto es aún más valioso. La gente viene en busca de un sentido de conexión con la tierra, una risa con el granjero como un compañero humano que aprecia el aire fresco del otoño, no por la mercancía de una calabaza, que después de todo se puede comprar en cualquier lugar.


La continua lealtad a las economías basadas en la competencia por la escasez manufacturada, en lugar de la cooperación en torno a la abundancia natural, nos hace ahora enfrentarnos al peligro de producir una escasez real, evidente en la creciente escasez de alimentos y agua limpia, aire respirable y suelo fértil. El cambio climático es un producto de esta economía extractiva y nos obliga a enfrentarnos al resultado inevitable de nuestro estilo de vida consumista, una auténtica escasez para la que el mercado no tiene remedio. Las tradiciones de las historias indígenas están llenas de estas enseñanzas de precaución. Cuando el regalo es deshonrado, las consecuencias son siempre materiales y espirituales. Le faltas de respeto al agua y los manantiales se secan. Desperdicias el maíz y el jardín se vuelve estéril. Las economías regenerativas que aprecian y reciprocan el regalo son el único camino a seguir. Para reponer la posibilidad de un florecimiento mutuo, para los pájaros y las bayas y para las personas, necesitamos una economía que comparta los regalos de la Tierra, siguiendo el ejemplo de nuestros más antiguos maestros, las plantas.


La autora


La escritora Robin Wall Kimmerer es madre, científica, profesora y miembro inscrito de la Nación Ciudadana Potawatomi. Es la autora de “Braiding Sweetgrass: Sabiduría Indígena, Conocimiento Científico y las Enseñanzas de las Plantas”. Kimmerer vive en Siracuse, Nueva York, donde es profesora de enseñanza distinguida de biología ambiental de la Universidad de Nueva York y fundadora y directora del Centro para los Pueblos Nativos y el Medio Ambiente.


La artista Christelle Enault es una artista e ilustradora residente en París. Ilustra para los principales periódicos, entre ellos Le Monde, The New York Times y Libération, y para editoriales, entre ellas Actes Sud Junior y Albin Michel. Pasa su tiempo libre en el mundo natural, coleccionando y dibujando plantas.


Entradas Recientes

Ver todo

Commentaires


Encontranos en las redes sociales de Climaterra

  • Facebook
  • Twitter
  • Instagram
bottom of page