La desaparición del Estado-Nación
- Homo consciens
- 12 sept 2019
- 23 Min. de lectura

Tras dĆ©cadas de globalización, nuestro sistema polĆtico se ha quedado obsoleto, y los espasmos del nacionalismo son una seƱal de su declive irreversible.
Por Rana Dasgupta
Jue 5 Abr 2018 - The Guardian
ĀæQuĆ© estĆ” pasando con la polĆtica nacional? Todos los dĆas en los EE.UU., los acontecimientos superan la imaginación de los novelistas y comediantes mĆ”s absurdos; la polĆtica en el Reino Unido todavĆa muestra pocos signos de recuperación tras el "colapso nervioso nacional" de Brexit. Francia "escapó por poco un ataque al corazón" en las elecciones del aƱo pasado, pero el diario mĆ”s importante del paĆs considera que esto no ha servido de mucho para alterar la "descomposición acelerada" del sistema polĆtico. En la vecina EspaƱa, El PaĆs llega a decir que "el Estado de derecho, el sistema democrĆ”tico e incluso la economĆa de mercado estĆ”n en duda"; en Italia, "el colapso del establishment" en las elecciones de marzo ha llevado incluso a hablar de una "llegada bĆ”rbara", como si Roma volviera a caer. En Alemania, mientras tanto, los neofascistas se preparan para asumir su papel de oposición oficial, introduciendo volatilidad en el bastión de la estabilidad europea.
Pero las temblores en la polĆtica nacional no se limitan a Occidente. El agotamiento, la desesperanza, la disminución de la eficacia de las viejas formas: estos son los temas de la polĆtica en todo el mundo. Por eso son tan populares las "soluciones" autoritarias y enĆ©rgicas: la distracción de la guerra (Rusia, TurquĆa); la "purificación" etnorreligiosa (India, HungrĆa, Myanmar); la ampliación de los poderes presidenciales y el correspondiente abandono de los derechos civiles y del Estado de derecho (China, Ruanda, Venezuela, Tailandia, Filipinas y muchos mĆ”s).
ĀæCuĆ”l es la relación entre estas diversas crisis? Tendemos a considerarlas totalmente separados, ya que, en la vida polĆtica, el solipsismo nacional es la norma. En cada paĆs, la tendencia es culpar a "nuestra" historia, a "nuestros" populistas, a "nuestros" medios de comunicación, a "nuestras" instituciones, a "nuestros" pĆ©simos polĆticos. Y esto es comprensible, ya que los órganos de la conciencia polĆtica moderna -la educación pĆŗblica y los medios de comunicación de masas- surgieron en el siglo XIX a partir de una ideologĆa que conquistaba el mundo con destinos nacionales Ćŗnicos. Cuando hablamos de "polĆtica", nos referimos a lo que ocurre dentro de los estados soberanos; todo lo demĆ”s son "asuntos exteriores" o "relaciones internacionales", incluso en esta era de integración financiera y tecnológica global. Podemos comprar los mismos productos en todos los paĆses del mundo, podemos usar Google y Facebook, pero la vida polĆtica, curiosamente, estĆ” hecha de cosas separadas y mantiene la antigua fe de las fronteras.
SĆ, hay conciencia de que en muchos paĆses estĆ”n surgiendo variedades similares de populismo. Varios han notado los paralelismos en estilo y sustancia entre lĆderes como Donald Trump, Vladimir Putin, Narendra Modi, Viktor OrbĆ”n y Recep Tayyip ErdoÄan Hay una sensación de que hay algo en el aire - alguna coincidencia de sentimientos entre los lugares. Pero este anĆ”lisis no se acerca lo suficiente. Porque no hay coincidencia. Hoy en dĆa, todos los paĆses estĆ”n integrados en el mismo sistema, que los somete a las mismas presiones: y son Ć©stos los que estĆ”n apretando y distorsionando la vida polĆtica nacional en todas partes. Y su efecto produce todo lo contrario -a pesar de la agitación desesperada de banderas nacionales, del a menudo mencionado "resurgimiento del Estado-nación".
El desarrollo mĆ”s trascendental de nuestra era, precisamente, es la disminución del Estado-nación: su incapacidad para resistir las fuerzas contrapuestas del siglo XXI, y su calamitosa pĆ©rdida de influencia sobre las circunstancias humanas. La autoridad polĆtica nacional estĆ” en declive y, como no conocemos otro tipo de autoridad, parece el fin del mundo. Por eso estĆ” tan de moda una extraƱa forma de nacionalismo apocalĆptico. Pero el atractivo actual del machismo como estilo polĆtico, la construcción de muros y la xenofobia, la mitologĆa y la teorĆa de la raza, las promesas fantĆ”sticas de la restauración nacional, no son curas, sino sĆntomas de lo que poco a poco se estĆ” revelando a todos: los estados-nación de todo el mundo se encuentran en un estado avanzado de decadencia polĆtica y moral del que no pueden salir individualmente.
ĀæPor quĆ© estĆ” pasando esto? En resumen, las estructuras polĆticas del siglo XX se estĆ”n ahogando en un ocĆ©ano del siglo XXI de finanzas desreguladas, tecnologĆa autónoma, militancia religiosa y rivalidad entre las grandes potencias. Mientras tanto, las consecuencias reprimidas de la imprudencia del siglo XX en el otrora mundo colonizado estĆ”n estallando, dividiendo a las naciones en fragmentos y forzando a las poblaciones a solidaridades post-nacionales: milicias tribales errantes, subestados Ć©tnicos y religiosos y superestados. Finalmente, la demolición por parte de las viejas superpotencias de las antiguas ideas de la sociedad internacional (ideas de la "sociedad de naciones" que eran esenciales para la forma en que se concibió el nuevo orden mundial despuĆ©s de 1918) ha convertido el sistema de estado-nación en una pandilla sin ley; y esto estĆ” produciendo una reacción nihilista por parte de los que han sido mĆ”s aterrorizados y despojados.
ĀæEl resultado? Para un nĆŗmero cada vez mayor de personas, nuestras naciones y el sistema del que forman parte parecen incapaces de ofrecer un futuro plausible y viable. Esto es particularmente cierto cuando observan cómo las Ć©lites financieras -y sus riquezas- escapan de las lealtades nacionales. DespuĆ©s de todo, el fracaso actual de la autoridad polĆtica nacional se debe en gran parte a la pĆ©rdida de control sobre los flujos de dinero. En el nivel mĆ”s obvio, el dinero estĆ” siendo transferido fuera del espacio nacional, a una zona"offshore" en auge. Estos trillones de dólares que huyen, socavan las comunidades nacionales de manera real y simbólica. Son una causa de decadencia nacional, pero tambiĆ©n son su resultado: los Estados nacionales han perdido su aura moral, que es una de las razones por las que la evasión fiscal se ha convertido en un fundamento aceptado del comercio del siglo XXI.
MĆ”s dramĆ”ticamente, un gran nĆŗmero de personas estĆ”n perdiendo toda posibilidad de un hogar nacional, y se encuentran lanzados a un tipo particular de infierno contemporĆ”neo. Siete aƱos despuĆ©s de la caĆda de la dictadura de Gaddafi, Libia estĆ” controlada por dos gobiernos rivales, cada uno con su propio parlamento, y por varias milicias que luchan por controlar la riqueza petrolera. Pero Libia es sólo uno de los muchos paĆses que parecen enteros sólo en los mapas. Desde 1989, apenas el 5% de las guerras mundiales han tenido lugar entre Estados: la desintegración nacional, y no la invasión extranjera, ha causado la gran mayorĆa de los 9 millones de muertes en guerra en ese tiempo. Y, como sabemos por lo sucedido en la RepĆŗblica DemocrĆ”tica del Congo y Siria, el vacĆo resultante puede atraer la potencia de fuego del mundo, destruyendo las condiciones de vida y arrojando refugiados conmocionados por los proyectiles en todas las direcciones. Nada anuncia tan bien la crisis de nuestro sistema de estado-nación, de hecho, como sus 65 millones de refugiados - una "nueva normalidad" mucho mayor que la "vieja emergencia" (en 1945) de 40 millones. La falta de voluntad para reconocer esta crisis, mientras tanto, es sintetizada muy bien por el desprecio por los refugiados que ahora es el motor de la polĆtica en el mundo rico.
La crisis no era del todo inevitable. Desde 1945, hemos reducido activamente nuestro sistema polĆtico mundial a una peligrosa sombra de lo que fue diseƱado por el presidente estadounidense Woodrow Wilson y muchos otros, despuĆ©s del cataclismo de la primera guerra mundial, y ahora nos enfrentamos a las consecuencias. Pero no debemos precipitarnos en la renovación. Este sistema ha hecho mucho menos por garantizar la seguridad y la dignidad humanas de lo que imaginamos -en cierto modo, ha sido un fracaso colosal- y hay buenas razones por las que estĆ” envejeciendo mucho mĆ”s rĆ”pidamente que los imperios a los que reemplazó.
Incluso si quisiĆ©ramos restaurar lo que una vez tuvimos, ese momento ha pasado. La razón por la que el Estado-nación fue capaz de lograr los logros que obtuvo -y en algunos lugares fueron espectaculares- fue porque durante gran parte del siglo XX hubo un autĆ©ntico "encaje", una sincronicidad entre la polĆtica, la economĆa y la información, todas ellas organizadas a escala nacional. Los gobiernos nacionales poseĆan poderes reales para gestionar las fuerzas económicas e ideológicas modernas, y para dirigirlas hacia fines humanos -a veces casi utópicos-. Pero esa Ć©poca ha terminado. DespuĆ©s de tantas dĆ©cadas de globalización, la economĆa y la información han crecido mĆ”s allĆ” de la autoridad de los gobiernos nacionales. Hoy en dĆa, la distribución de la riqueza y los recursos planetarios es en gran medida indiscutible por cualquier mecanismo polĆtico nacional.
Pero reconocer esto es reconocer el fin de la polĆtica misma. Y si seguimos pensando que el sistema administrativo que heredamos de nuestros antepasados no permite ninguna innovación, nos condenamos a un largo perĆodo de disminución de la esperanza polĆtica y moral. Se ha pasado medio siglo construyendo el sistema global del que todos dependemos ahora, y estĆ” aquĆ para quedarse. Sin innovación polĆtica, el capital y la tecnologĆa globales nos gobernarĆ”n sin ningĆŗn tipo de consulta democrĆ”tica, tan natural e indudablemente como el aumento de los ocĆ©anos.
Si queremos redescubrir un sentido de propósito polĆtico en nuestra era de las finanzas globales, la Big Data, la migración masiva y los trastornos ecológicos, tenemos que imaginar formas polĆticas capaces de operar a esa misma escala. El sistema polĆtico actual debe complementarse con reglamentos financieros mundiales, sin duda, y probablemente tambiĆ©n con mecanismos polĆticos transnacionales. AsĆ es como completaremos esta globalización nuestra, que hoy estĆ” peligrosamente inacabada. Sus sistemas económicos y tecnológicos son deslumbrantes, pero para que sirva a la comunidad humana, debe estar subordinada a una infraestructura polĆtica igualmente espectacular, que ni siquiera hemos empezado a concebir.
Se objetarĆ”, inevitablemente, que cualquier alternativa al sistema Estado-nación es una imposibilidad utópica. Pero incluso los logros tecnológicos de las Ćŗltimas dĆ©cadas parecĆan inverosĆmiles antes de que llegaran, y hay buenas razones para sospechar de aquellas autoridades que nos dicen que los seres humanos son incapaces de tener una grandeza similar en el Ć”mbito polĆtico. De hecho, ha habido muchos momentos en la historia en los que la polĆtica se expandió repentinamente a una nueva escala, antes inconcebible, incluyendo la creación del propio Estado-nación. Y -como cada dĆa estĆ” mĆ”s claro- lo verdaderamente iluso es creer que las cosas pueden seguir como hasta ahora.
El primer paso serĆ” dejar de fingir que no hay alternativa. AsĆ que comencemos por considerar la escala de la crisis actual.
Empecemos por el Occidente. Europa, por supuesto, inventó el Estado-nación: el principio de soberanĆa territorial fue acordado en el Tratado de Westfalia en 1648. El tratado dificultó la conquista a gran escala dentro del continente; en cambio, las naciones europeas se expandieron al resto del mundo. Los dividendos del saqueo colonial se convirtieron, de vuelta a casa, en Estados fuertes con burocracias poderosas y polĆticas democrĆ”ticas - el modelo para la vida moderna europea.
A finales del siglo XIX, las naciones europeas habĆan adquirido atributos uniformes que aĆŗn hoy son familiares, en particular, un conjunto de monopolios estatales (defensa, fiscalidad y derecho, entre otros), que daban a los gobiernos un dominio sustancial del destino nacional. A cambio, se hizo una promesa moral a todos: el desarrollo, espiritual y material, tanto del ciudadano como de la nación. Espectaculares proyectos estatales en los campos de la educación, la salud, el bienestar y la cultura surgieron para corroborar esta promesa.
La retirada de esta promesa moral en las Ćŗltimas cuatro dĆ©cadas ha sido un acontecimiento metafĆsico demoledor en Occidente, que ha dejado a las poblaciones buscando nuevas cosas en las que creer. Porque la promesa fue un acontecimiento importante en la evolución de la psique occidental. Formaba parte de una profunda reorganización teológica: la Revolución Francesa destronó no sólo al monarca, sino tambiĆ©n a Dios, cuyos atributos superlativos -la omnisciencia y la omnipotencia- eran ahora absorbidos por las instituciones del propio Estado. El poder del estado para desarrollar, liberar y redimir a la humanidad se convirtió en la fe secular fundamental.
Durante el perĆodo de descolonización que siguió a la segunda guerra mundial, la estructura del Estado-nación europeo se exportó a todas partes. Pero los occidentales seguĆan sintiendo su promesa moral con mayor intensidad, como nunca, despuĆ©s de la creación del estado de bienestar y de dĆ©cadas de crecimiento sin precedentes en la posguerra. La nostalgia por esa edad de oro del Estado-nación continĆŗa distorsionando el debate polĆtico occidental hasta el dĆa de hoy, pero se construyó sobre la base de una improbable coincidencia de condiciones que nunca se repetirĆ”n. Muy significativa fue la estructura del propio Estado de la posguerra, que poseĆa un nivel de control históricamente Ćŗnico sobre la economĆa domĆ©stica. El capital no podĆa fluir sin control a travĆ©s de las fronteras y la especulación de divisas era insignificante en comparación con la actualidad. Los gobiernos, en otras palabras, tenĆan un control sustancial sobre los flujos de dinero, y si hablaban de cambiar las cosas, era porque en realidad podĆan hacerlo. El hecho de que el capital estĆ© cautivo significa que los gobiernos pueden imponer tipos impositivos históricos, lo que, en una Ć©poca de crecimiento económico sin precedentes, les permitĆa canalizar energĆas descomunales hacia el desarrollo nacional. Durante algunas dĆ©cadas, el poder estatal fue monumental -casi divino, de hecho- y creó las sociedades capitalistas mĆ”s seguras e iguales que jamĆ”s se hayan conocido.
La destrucción de la autoridad estatal sobre el capital ha sido, por supuesto, el objetivo explĆcito de la revolución financiera que define nuestra era actual. Como resultado, los Estados se han visto obligados a deshacerse de los compromisos sociales para reinventarse como custodios del mercado. Esto ha reducido drĆ”sticamente la autoridad polĆtica nacional, tanto de manera real como simbólica. Barack Obama en 2013 llamó a la desigualdad "el desafĆo definitorio de nuestro tiempo", pero la desigualdad en Estados Unidos ha aumentado continuamente desde 1980, sin tener en cuenta sus crĆticas ni los de ningĆŗn otro presidente.
El panorama es el mismo en todo occidente: la riqueza de los mÔs ricos sigue creciendo a un ritmo vertiginoso, mientras que la austeridad posterior a la crisis paraliza al estado de bienestar socialdemócrata. Todos podemos ver la creciente furia hacia los gobiernos que se niegan a cumplir su vieja promesa moral, pero es muy probable que ya no puedan hacerlo. Los gobiernos occidentales no poseen nada de su anterior dominio sobre la vida económica nacional, y si continúan prometiendo un cambio fundamental, es ahora a nivel de relaciones públicas y expresión de deseos.
Hay muchas razones para creer que la próxima etapa de la revolución tecno-financiera serĆ” aĆŗn mĆ”s desastrosa para la autoridad polĆtica nacional. Esto surgirĆ” como la continuación natural de los procesos tecnológicos existentes, que prometen nuevos tipos algorĆtmicos de gobernanza para socavar aĆŗn mĆ”s la polĆtica. Las grandes empresas de datos (Google, Facebook, etc.) ya han asumido muchas funciones anteriormente asociadas al estado, desde la cartografĆa hasta la vigilancia. Ahora son los principales guardianes de la realidad social: la pertenencia a estos sistemas es una nueva forma de ciudadanĆa corporativa y desterritorializada, antagónica en todos los niveles a la realidad nacional. Y, como muestra el crecimiento de las monedas digitales, surgirĆ”n nuevas tecnologĆas para reemplazar las otras funciones fundamentales del Estado-nación. El sueƱo libertario -por el cual las burocracias antiguas sucumben a sistemas corporativos de alta tecnologĆa prĆstinos, que luego se encargan de la gestión de toda la vida y los recursos- es una visión mĆ”s probable para el futuro que cualquier fantasĆa de un retorno a la socialdemocracia.
Los gobiernos controlados por fuerzas externas y que sólo tienen una influencia parcial en los asuntos nacionales: asĆ ha sido siempre en los paĆses mĆ”s pobres del mundo. Pero en occidente, se siente como un aterrador regreso a la vulnerabilidad primitiva. El asalto a la autoridad polĆtica no es un acontecimiento meramente "económico" o "tecnológico". Se trata de un trastorno de Ć©poca, que deja a las poblaciones occidentales destrozadas y desposeĆdas. Hay brotes de ira irracional, especialmente contra los inmigrantes, los chivos expiatorios de formas mucho mĆ”s profundas de contaminación nacional. La idea de la nación occidental como hogar universal se derrumba, y las identidades tribales transnacionales crecen como refugio: tanto los supremacistas blancos como los islamistas radicales se alzan en armas contra la contaminación y la corrupción.
Lo que estĆ” en juego no podrĆan ser mĆ”s grande. AsĆ que es fĆ”cil ver por quĆ© los gobiernos occidentales estĆ”n tan desesperados por demostrar lo que todos dudan: que todavĆa tienen el control. No es sólo la personalidad de Donald Trump la que le hace actuar como un CEO sociópata. La era de la globalización ha visto intentos consistentes por parte de los presidentes de los Estados Unidos de aumentar la autoridad del ejecutivo, pero nunca son suficientes. La oficina de Trump nunca podrĆ” tener el nivel de dominio sobre la vida estadounidense que tuvo Kennedy, asĆ que estĆ” obligado a fingirlo. No puede volver a hacer grande a Estados Unidos, pero sĆ tiene Twitter, a travĆ©s del cual puede establecer un culto de personalidad, culpando a las mujeres, los izquierdistas y los morenos de la impotencia del estado. No puede curar las divisiones sociales de Estados Unidos, pero aĆŗn asĆ controla el aparato de seguridad, que puede desplegarse para ayudarle a parecer "duro": declarar la guerra contra el crimen, deportar extranjeros, endurecer las fronteras. No puede poner mĆ”s dinero en manos de los pobres que votaron por Ć©l, sino que puede repartir moneda mitológica; incluso sus votantes mĆ”s pobres, despuĆ©s de todo, poseen un importante activo -la ciudadanĆa estadounidense- cuyo valor puede "hablar", como antes hablaba de casinos y hoteles. Al igual que Putin u OrbĆ”n, Trump impregna la ciudadanĆa con nuevo poder marcial, y hace una gran demostración de negarsela a la gente que la quiere: lo que es mĆ”s escaso, obviamente, es mĆ”s valioso. Los ciudadanos que no tienen nada estĆ”n convencidos de que tienen mucho.
Estas estrategias son feas, pero no se puede culpar por ellas a unos pocos malos actores. El problema es el siguiente: la autoridad polĆtica se estĆ” quedando vacĆa y los lĆderes son incapaces de lograr un cambio material significativo. En cambio, deben despertar y desplegar sentimientos poderosos: odio a los extranjeros y a los enemigos internos, por ejemplo, o la euforia de las hazaƱas militares sin sentido (la anexión de Crimea por parte de Putin elevó la perspectiva enormemente popular del renacimiento del general zarista).
Pero no imaginemos que estas estrategias se caerÔn rÔpidamente bajo la evidencia de sus propios engaños, a medida que la moderación vuelva a ponerse de moda por arte de magia. Como ha demostrado la Rusia de Putin, el chovinismo es mÔs eficaz de lo que nos gusta creer. En parte porque los ciudadanos estÔn desesperados por el éxito del encubrimiento: en el fondo, saben que tienen miedo de lo que sucederÔ si el poder del Estado se revela como un engaño.
En los paĆses mĆ”s pobres del mundo, el panorama es muy diferente. Casi todas esas naciones surgieron en el siglo XX de los imperios euroasiĆ”ticos. Ha llegado a ser de rigor el desprecio a los imperios, pero han sido el modo "normal" de gobierno durante gran parte de la historia. El imperio otomano, que duró desde 1300 hasta 1922, proporcionó niveles de tranquilidad y logros culturales que parecen increĆbles desde la perspectiva de la fractura actual de Oriente Medio. La nación moderna de Siria parece poco probable que dure mĆ”s de un siglo sin romperse, y apenas proporciona seguridad o estabilidad a sus ciudadanos.
Los imperios no eran democrÔticos, sino que se construyeron para incluir a todos los que estaban bajo su dominio. No es lo mismo con las naciones, que se basan en la distinción fundamental entre los que estÔn dentro y los que estÔn fuera, y por lo tanto tienen una tendencia a la purificación étnica. Esto los hace mucho mÔs inestables que los imperios, pues esa tendencia siempre puede ser alimentada por demagogos nativistas.
Sin embargo, en el siglo pasado se decidió con asombrosa presteza que los imperios pertenecĆan al pasado, y el futuro a los estados nacionales. Sin embargo, esta transformación revolucionaria no ha hecho casi nada para cerrar la brecha económica entre los colonizados y los colonizadores. Mientras tanto, ha sometido a muchas poblaciones postcoloniales a un amargo cóctel de autoritarismo, limpieza Ć©tnica, guerra, corrupción y devastación ecológica.
Si hay tan pocos paĆses antes colonizados que ahora son pacĆficos, prósperos y democrĆ”ticos, no lo es, como a menudo pretende Occidente, porque "malos lĆderes" arruinaron naciones que de otro modo funcionarĆan perfectamente. En el ritmo vertiginoso de la descolonización, las naciones se formaron en meses; a menudo sus poblaciones alarmadas cayeron inmediatamente en un conflicto violento para controlar el nuevo aparato estatal, y el poder y la riqueza que lo acompaƱaba. Muchos estados incipientes se mantuvieron unidos sólo por hombres fuertes que confiaron el sistema a sus propias tribus o clanes, mantuvieron el poder atizando las rivalidades sectarias y convirtieron las diferencias Ć©tnicas o religiosas en ejes sobrecargados de terror polĆtico.
La lista no es corta. Consideremos a hombres como Ne Win (Birmania), HissĆØne HabrĆ© (Chad), Hosni Mubarak (Egipto), Mengistu Haile Mariam (EtiopĆa), Ahmed SĆ©kou TourĆ© (Guinea), Muhammad Suharto (Indonesia), el Sha de IrĆ”n, Saddam Hussein (Irak), Muammar Gaddafi (Libia), Moussa TraorĆ© (Mali), General Zia-ul-Haq (PakistĆ”n), Ferdinand Marcos (Filipinas), los Reyes de Arabia Saudita, Siaka Stevens (Sierra Leona), Mohamed Siad Barre (Somalia), Jaafar Nimeiri (SudĆ”n), Hafez al-Assad (Siria), Idi Amin (Uganda), Mobutu Sese Seko (Zaire) o Robert Mugabe (Zimbabwe).
En general, estos paĆses estaban condenados a seguir siendo lo que un influyente comentarista ha llamado "cuasi-estados". Formalmente equivalentes a las naciones mĆ”s antiguas con las que ahora compartĆan el escenario, eran en realidad entidades muy diferentes, y no se podĆa esperar que ofrecieran beneficios comparables a sus ciudadanos.
Esos dictadores nunca habrĆan podido mantener unidos a estados tan incoherentes sin un tremendo refuerzo exterior, que fue lo que selló la tapa de la olla a presión. El ethos post-imperial era hospitalario con los dictadores, por supuesto: con el rechazo moral de la ONU a la intervención de gobiernos extranjeros en asuntos nacionales se selló un imperativo universal de respetar la soberanĆa nacional, sin importar los horrores que ocurrieran detrĆ”s de sus puertas cerradas. Pero la guerra frĆa amplió enormemente los recursos de que disponĆan los regĆmenes brutales para defenderse de la revolución y la secesión. Las dos superpotencias financiaron la escalada de los conflictos postcoloniales hasta niveles de fatalidad asombrosos: al menos 15 millones murieron en las guerras indirectas de ese perĆodo, en teatros tan dispersos como AfganistĆ”n, Corea, El Salvador, Angola y SudĆ”n. Y lo que las superpotencias querĆan de toda esta destrucción era una red de clientes firmemente instalados capaces de derrotar a todos los rivales internos.
No habĆa nada estable en esta "estabilidad" de la guerra frĆa, pero su devastación estaba contenida dentro de las fronteras de sus estados sustitutivos. Sin embargo, la desintegración del sistema de superpotencias ha llevado a la implosión de la autoridad estatal en grandes grupos de paĆses empobrecidos económica y polĆticamente, y las erupciones resultantes no estĆ”n contenidas en absoluto. Las culturas polĆticas destruidas han dado lugar a fuerzas "post-nacionales" sorprendentes, como el Estado islĆ”mico, que estĆ”n atravesando las fronteras nacionales y transmitiendo el caos, potencialmente, a todos los rincones del mundo.
En los Ćŗltimos 20 aƱos, la lenta putrefacción de la posguerra frĆa en Ćfrica y Oriente Medio ha sido explotada exuberantemente por este tipo de fuerzas, cuya posición (dado que hay mĆ”s paĆses dispuestos a seguir el camino de Yemen, SudĆ”n del Sur, Siria y Somalia) estĆ” llena de oportunidades. Sus partidarios han perdido el encanto de las viejas consignas de la construcción nacional. Su tecnologĆa polĆtica es una religión carismĆ”tica, y el futuro que buscan estĆ” inspirado en los antiguos imperios dorados que existĆan antes de la invención de las naciones. Los grupos religiosos militantes de Ćfrica y Oriente Medio estĆ”n menos comprometidos con el viejo proyecto de apoderarse del aparato estatal; en cambio, hacen agujeros y tĆŗneles en la autoridad estatal, y asĆ forman redes transnacionales de recaudación de impuestos, rutas comerciales y lĆneas de suministro militar.
Esta red se extiende actualmente desde Mauritania en el oeste hasta Yemen en el este, y desde Kenia y Somalia en el sur hasta Argelia y Siria en el norte. Esto destruye la vieja arquitectura polĆtica desde el interior, haciendo que varios Estados nacionales (como MalĆ y la RepĆŗblica Centroafricana) sean esencialmente no funcionales, lo que a su vez crea nuevas oportunidades para la consolidación y la expansión. Mientras tanto, varios grupos Ć©tnicos -como los kurdos y los tuaregs- que se quedaron sin patria tras la descolonización, y que desde entonces han quedado atrapados como minorĆas perseguidas, tambiĆ©n han explotado las divisiones en la autoridad del Estado para ensamblar los inicios de los territorios transnacionales. Es en las regiones mĆ”s peligrosas del mundo donde se estĆ”n imaginando las nuevas posibilidades polĆticas actuales.
El compromiso de Occidente con los Estados-nación ha sido parcial y egoĆsta. Durante muchas dĆ©cadas, se ha contentado con ver grandes zonas del mundo sufrir bajo las aterradoras parodias de Estados occidentales bien establecidos; no puede quejarse de que esas zonas ahora muestren poca lealtad a la idea del Estado-nación. Sobre todo porque tambiĆ©n han sufrido las consecuencias mĆ”s traumĆ”ticas del cambio climĆ”tico, un fenómeno del que eran menos responsables y menos capaces de resistir. El cĆ”lculo estratĆ©gico de los nuevos grupos militantes en esa región es, en muchos sentidos, bastante preciso: la transición del imperio a Estados nacionales independientes ha sido un fracaso masivo e incesante y, despuĆ©s de tres generaciones, tiene que haber una salida.
Sin embargo, no hay ninguna posibilidad de que al-Shabaab, los Janjaweed, Seleka, Boko Haram, Ansar Dine, Isis o al-Qaida ofrezcan esa salida. La situación requiere nuevas ideas de organización polĆtica y redistribución económica global. Ya no hay ninguna superpotencia lo suficientemente grande como para contener los efectos de la explosión de los "cuasi-estados". El alambre de pĆŗas y las fronteras mĆ”s duras no bastarĆ”n para mantener a raya estos desastres humanos.
Volvamos a la naturaleza del propio sistema de nación-estado. El orden internacional tal como lo conocemos no es tan antiguo. El Estado-nación se convirtió en el modelo universal para la organización polĆtica humana sólo despuĆ©s de la primera guerra mundial, cuando un nuevo principio -"autodeterminación nacional", como lo denominó el presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson - enterró los muchos otros modelos que se estaban debatiendo. Hoy, despuĆ©s de un siglo de lĆŗgubres "relaciones internacionales", el Ćŗnico aspecto de este principio que todavĆa recordamos es el que nos resulta mĆ”s familiar: la independencia nacional. Pero el programa original de Wilson, basado en una coalición internacional informal que incluĆa a visionarios tan diversos como Andrew Carnegie y Leonard Woolf (esposo de Virginia), apuntaba a algo mucho mĆ”s ambicioso: una democracia intraestatal integral diseƱada para asegurar la cooperación global, la paz y la justicia.
DespuĆ©s de todo, Āæcómo iban a vivir con seguridad los seres humanos en sus nuevas naciones, si las propias naciones no estaban sujetas a ninguna ley? El nuevo orden de las naciones sólo tiene sentido si Ć©stas se integran en una "sociedad de naciones": una sociedad global formal con sus propias instituciones universales, facultada para vigilar la violencia que los estados individuales no regularĆan por sĆ mismos: la violencia que ellos mismos perpetran, ya sea contra otros estados o contra sus propios ciudadanos.
La guerra frĆa enterró definitivamente a esta "sociedad", y desde entonces hemos vivido con una versión drĆ”sticamente degradada de lo que se pretendĆa. Durante ese perĆodo, ambas superpotencias destruyeron activamente cualquier restricción a la acción internacional, manteniendo un nivel de anarquĆa internacional digno de la "lucha por Ćfrica". Sin tales restricciones, su poder desproporcionado produjo exactamente lo que uno esperarĆa: el gangsterismo. El final de la guerra frĆa no hizo nada para cambiar el comportamiento de Estados Unidos: hoy en dĆa, Estados Unidos depende de la anarquĆa en la sociedad internacional y de la guerra perpetua -contra los dĆ©biles- que es su consecuencia.
AsĆ como el gobierno ilegĆtimo dentro de una nación no puede persistir por mucho tiempo sin oposición, el orden internacional ilegĆtimo con el que hemos vivido durante tantos decenios estĆ” agotando rĆ”pidamente el consentimiento que una vez tuvo. En muchas zonas del mundo de hoy, no queda ninguna ilusión de que este sistema pueda ofrecer un futuro viable. Todo lo que queda es la salida. Algunos se juegan todo por un pasaporte occidental que, dado que el valor supremo de la vida occidental sigue estando consagrado en el sistema, es la Ćŗnica garantĆa de una protección constitucional significativa. Pero estos pasaportes son difĆciles de conseguir.
Eso deja el otro tipo de salida, que es tomar las armas contra el propio sistema estatal. El atractivo de Isis para sus conversos era su pretensión de borrar de Oriente Medio la catĆ”strofe del siglo post-imperial. Se recordarĆ” que la publicidad mĆ”s triunfante del grupo estuvo asociada a su penetración en la frontera entre Irak y Siria. Esto fue presentado como una victoria sobre los tratados de 1916 por los cuales los britĆ”nicos y los franceses dividieron el Imperio Otomano entre ellos - el brazo de relaciones pĆŗblicas de Isis emitió el Twitter hashtag #SykesPicotOver - e inauguró un siglo de bombardeos mesopotĆ”micos. Surgió de un rechazo totalmente justificado a un sistema que designó, durante mĆ”s de un siglo, a los Ć”rabes como "salvajes" a los que no se les concederĆa ninguna dignidad ni protección.
La era de la autodeterminación nacional ha resultado ser una era de anarquĆa internacional, que ha paralizado la legitimidad del sistema de Estado nación. Y, mientras los grupos revolucionarios intentan destruir el sistema "desde abajo", las potencias regionales asertivas lo estĆ”n destruyendo "desde arriba", infringiendo las fronteras nacionales en sus propios patios traseros. La acción de Rusia en Ucrania demuestra que las bagatelas neoimperiales tienen ahora pocas consecuencias, y que la ruta de China para usurpar el 22Āŗ paĆs mĆ”s rico del mundo -TaiwĆ”n- estĆ” abierta. El verdadero alcance de nuestra inseguridad se revelarĆ” a medida que el poder relativo de los EE.UU. disminuya aĆŗn mĆ”s, y ya no puede hacer nada para controlar el caos que ayudó a crear.
Los tres elementos de la crisis aquĆ descritos sólo empeorarĆ”n. En primer lugar, la ruptura existencial de los paĆses ricos durante el asalto al poder polĆtico nacional por parte de las fuerzas globales. En segundo lugar, la volatilidad de los paĆses y regiones mĆ”s pobres, ahora que la salida de los hombres fuertes de la era de la guerra frĆa ha revelado su verdadera fragilidad. Y tercero, la ilegitimidad de un "orden internacional" que nunca ha aspirado a ningĆŗn tipo de "sociedad de naciones" regida por el Estado de Derecho.
Dado que todos ellos estĆ”n arraigados en fuerzas transnacionales cuya escala elude el alcance de la polĆtica de cualquier nación, son en gran medida inmunes a las reformas polĆticas bien intencionadas dentro de las naciones (aunque en los aƱos venideros tambiĆ©n se verĆ”n muchos ejemplos de tales reformas). Por lo tanto, estamos obligados a reexaminar el envejecimiento de sus fundamentos polĆticos si no queremos que nuestro sistema global se vea empujado a formas cada vez mĆ”s extremas de colapso.
No se trata de una empresa pequeña: ocuparÔ la mayor parte de este siglo. Aún no sabemos adónde nos llevarÔ. Todo lo que podemos trazar ahora es un conjunto de direcciones. Desde el punto de vista de nuestro presente, parecerÔn imposibles, porque no hemos conocido otro camino. Pero asà es como comienza siempre la novedad radical.
La primera es clara: la regulación financiera mundial. Los grandes motores actuales de la creación de riqueza se distribuyen de tal manera que eluden los sistemas impositivos nacionales (el 94% de las reservas de efectivo de Apple se mantienen en el extranjero; estos 250.000 millones de dólares son mayores que las reservas combinadas de divisas del gobierno britÔnico y del Banco de Inglaterra), lo que estÔ disminuyendo material y simbólicamente a todos los Estados nacionales. No hay razón para prestar atención a las partes interesadas que nos dicen que la regulación financiera mundial es imposible: es tecnológicamente trivial en comparación con los asombrosos sistemas que esas mismas partes ya han construido.
La historia del Estado-nación es la de la innovación tributaria, y la siguiente de estas innovaciones es transnacional: debemos construir sistemas para rastrear los flujos de dinero transnacionales y transferir una porción de ellos a los canales pĆŗblicos. Sin esto, nuestra infraestructura polĆtica seguirĆ” siendo cada vez mĆ”s superflua para la vida material real. En el proceso tambiĆ©n debemos pensar mĆ”s seriamente en la redistribución global: no en la ayuda, que es excepcional, sino en la transferencia sistemĆ”tica de riqueza de los ricos a los pobres para mejorar la seguridad de todos, como ocurre en las sociedades nacionales.
Segundo: democracia global flexible. A medida que las nuevas corrientes polĆticas locales y transnacionales se hacen mĆ”s poderosas, el rĆgido monopolio del Estado-nación sobre la vida polĆtica se vuelve cada vez mĆ”s inviable. Las naciones deben estar anidadas en estructuras estables y democrĆ”ticas -algunas mĆ”s pequeƱas y otras mĆ”s grandes que ellas- para que la agitación a nivel nacional no conduzca a un colapso total. La UE es el mayor experimento en esta dirección, y es significativo que el continente que inventó el Estado-nación fuera tambiĆ©n el primero en ir mĆ”s allĆ”. La UE ha fracasado en muchas de sus funciones, principalmente porque no ha establecido un verdadero espĆritu democrĆ”tico. Pero la libre circulación ha democratizado enormemente las oportunidades económicas dentro de la UE. Y en la medida en que puede convertirse en una "Europa de las regiones" -compuesta por CataluƱa y Escocia, no sólo por EspaƱa y el Reino Unido- puede contribuir a estabilizar la agitación polĆtica nacional.
Necesitamos mĆ”s experimentos de este tipo en la polĆtica continental y mundial. Los propios gobiernos nacionales deben estar sometidos a un nivel superior de autoridad: han demostrado ser las fuerzas mĆ”s peligrosas en la era del Estado-nación, librando guerras interminables contra otras naciones mientras oprimen, matan y fallan a sus propias poblaciones. Las minorĆas nacionales oprimidas deben tener un mecanismo legal para apelar por encima de las cabezas de sus propios gobiernos - esto siempre fue parte de la visión de Wilson y su pĆ©rdida ha sido terrible para la humanidad.
En tercer lugar, y por Ćŗltimo: tenemos que encontrar nuevas concepciones de la ciudadanĆa. La ciudadanĆa es en sĆ misma el tipo primordial de injusticia en el mundo. Funciona como una forma extrema de propiedad heredada y, como otros sistemas en los que el privilegio heredado es abrumadoramente determinante, despierta poca lealtad en aquellos que no heredan nada. Muchos paĆses han hecho esfuerzos, a travĆ©s de la polĆtica de bienestar y educación, para neutralizar las consecuencias de ventajas accidentales como el nacimiento. Pero las "ventajas accidentales" dominan a nivel mundial: el 97% de la ciudadanĆa es hereditaria, lo que significa que los horizontes esenciales de la vida en este planeta ya estĆ”n determinados al nacer.
Si usted nace finlandĆ©s, sus protecciones legales y sus expectativas económicas son de un orden tan diferente al de un somalĆ o sirio que incluso la comprensión mutua es difĆcil. Su movilidad -como finlandĆ©s- tambiĆ©n es muy diferente. Pero en un sistema mundial -mĆ”s que en un sistema de naciones- no puede haber justificación para tales divergencias radicales en la movilidad. La desregulación de los movimientos humanos es un corolario esencial de la desregulación del capital: es injusto preservar la libertad de mover el capital fuera de un lugar y, al mismo tiempo, prohibir que la gente lo siga.
Los sistemas tecnológicos contemporĆ”neos ofrecen modelos para repensar la ciudadanĆa de modo que pueda desvincularse del territorio y sus ventajas puedan ser distribuidas de manera mĆ”s justa. Los derechos y oportunidades de la ciudadanĆa occidental podrĆan reclamarse muy lejos, por ejemplo, sin que nadie tenga que viajar a Occidente para hacerlo. PodrĆamos participar en procesos polĆticos muy lejanos que, sin embargo, nos afectan: si se supone que la democracia debe dar a los votantes cierto control sobre sus propias condiciones, por ejemplo, Āæno deberĆa implicarse a la mayorĆa de la gente del planeta en las elecciones de Estados Unidos? ĀæCómo serĆa el discurso polĆtico estadounidense si tuviera que satisfacer a los votantes de Irak o AfganistĆ”n?
En vĆsperas de su centenario, nuestro sistema de Estado-nación ya se encuentra en una crisis de la que actualmente no posee la capacidad de salir por sĆ solo. Es hora de pensar en cómo se podrĆa crear esa capacidad. TodavĆa no sabemos cómo serĆ”. Pero hemos aprendido mucho de las fases económica y tecnológica de la globalización, y ahora poseemos los conceptos bĆ”sicos para la siguiente fase: construir la polĆtica de nuestro sistema mundial integrado. Nos enfrentamos, por supuesto, a una empresa de imaginación polĆtica tan significativa como la que produjo las grandes visiones del siglo XVIII y, con ellas, las RepĆŗblicas Francesa y Americana. Pero ahora estamos en condiciones de empezar.
Rana Dasgupta es autor de dos novelas y un retrato de no ficción de la Delhi del siglo XXI. Su próximo libro, After Nations, aparecerÔ en 2019.