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Es hora de algunas verdades sobre la deforestación


Isla de Bioko, Guinea Ecuatorial. En gran parte de África occidental, la cubierta forestal aumentó en el curso del siglo XX.
Isla de Bioko. En gran parte de África occidental, la cubierta forestal aumentó en el curso del siglo XX.

Fuente: The Guardian – Autor: Laura Spinney - 21 de diciembre de 2020,

Un poderoso libro francés destruye el mito de que los países del sur son los principales responsables de la destrucción del hábitat.


Para prevenir futuras pandemias, debemos detener la deforestación y terminar con el comercio ilegal de vida silvestre. ¿Estás de acuerdo? Por supuesto que sí, porque, ¿qué es lo que no te gusta? Ya encontramos un culpable. La pregunta es, ¿hacer esas cosas resolverá el problema? Y la respuesta es, probablemente no. Ayudarán, pero hay otro problema potencialmente más grande más cerca de casa: el uso que hace el norte global de los recursos naturales, especialmente su dependencia del ganado.


La historia de que las epidemias son un castigo por alterar el orden natural de las cosas no es nueva. Pero es un giro peculiarmente moderno y poscolonial el imaginar que la fuente de esa alteración está en algún lugar lejos de la mayoría de nosotros, a saber, las partes del mundo que hasta hace poco estaban cubiertas de bosques y que coinciden convenientemente con las zonas más pobres. Y resulta que esta narración puede estar interfiriendo con nuestros intentos de protegernos de las nuevas enfermedades, así como con los esfuerzos para hacer frente al cambio climático y la perdida de biodiversidad.


Como sostiene el historiador francés del medio ambiente Guillaume Blanc en un nuevo libro que aún no ha sido traducido al inglés (ni al español), L'invention du colonialisme vert (La invención del colonialismo verde), la idea de que África estuvo alguna vez cubierta por un vasto bosque primario es un mito inventado por los colonialistas a principios del siglo XX. Durante un período de varios millones de años, la cubierta arbórea del continente creció y disminuyó a medida que el clima se calentaba y enfriaba. Después de que los humanos llegaron, talaron algunos árboles y plantaron otros, de tal manera que para cuando Denys Finch Hatton llevó a Karen Blixen a dar una vuelta en su “Gipsy Moth” - una escena inmortalizada en la película Out of Africa (África Mia) de Sydney Pollack de 1985 - los paisajes de Kenya sobre los que se elevaron fueron esculpidos completamente por los humanos.


A partir del decenio de 1930, los colonialistas crearon parques nacionales para proteger los bosques de los lugareños que supuestamente los estaban destruyendo a medida que sus poblaciones crecían. Pero la hipocresía tiene las patas cortas, porque para entonces eran los colonialistas los responsables de la destrucción a gran escala. Entre 1850 y 1920, en toda África y Asia, los europeos y sus descendientes talaron 95 millones de hectáreas de bosque para dar paso a sus granjas, entre cuatro y cinco veces más que las destruidas en el siglo anterior.


El mito del bosque desaparecido persiste. Como ha demostrado el historiador estadounidense del medio ambiente James McCann, la loable y premiada lucha del ex vicepresidente de los Estados Unidos Al Gore por alertar al mundo sobre el cambio climático - en parte a través de su libro Earth in the Balance, de 1992 - tomó prestadas estadísticas espurias según las cuales la cubierta forestal de Etiopía se redujo del 40% en los años 50 al 1% en los 90 (Etiopía nunca fue colonizada). La cifra del 40% se basa en cálculos aproximados hechos por los europeos en el decenio de 1960; nunca se ha realizado un estudio sistemático de los bosques de ese país. Mientras tanto, en gran parte de África occidental, los antropólogos británicos Melissa Leach y James Fairhead han demostrado que la cubierta forestal aumentó realmente en el transcurso del siglo XX. También en Asia, las investigaciones han puesto en duda el supuesto vínculo entre el crecimiento de la población local y la deforestación.


El mito es tan poderoso que simplemente aceptamos las inconsistencias que se derivan de él. Por ejemplo, el hecho de que la huella de carbono de un turista del norte global que visita un parque nacional africano o asiático empequeñece la de un agricultor local que viaja a pie y no utiliza electricidad. Aunque no hay pruebas de una destrucción importante de la flora y la fauna de África inducida por el ser humano hasta la llegada de los colonialistas, hemos internalizado su distinción entre los "buenos" y los "malos" cazadores. Cuando Thomas Cholmondeley, descendiente de una conocida familia de colonos blancos de Kenya, fue condenado por el homicidio en 2006 de Robert Njoya, muchos periodistas observaron que el pasado colonial de Gran Bretaña estaba siendo llevado a juicio, pero pocos cuestionaron su descripción de sí mismo como cazador deportivo y conservacionista, mientras que Njoya, un hombre negro, era un "cazador furtivo".


La conservación y la sobreexplotación de los recursos del mundo nacieron en el mismo tiempo y lugar, sostiene Blanc - Europa durante la Revolución Industrial - y han procedido en paralelo desde entonces. Ambos surgen de la búsqueda del Edén por parte de los europeos después de haberlo destruido en su casa. Y el mito de ese otro Edén ha regresado con una venganza, ahora que nos encontramos en medio de una pandemia.


Sabemos que la mayor intensidad del contacto entre el hombre y el animal está acelerando la aparición de nuevas enfermedades humanas de origen animal, algunas de las cuales tienen potencial pandémico, y sabemos que en muchos casos - incluidos los coronavirus - el virus llega a nosotros desde un murciélago salvaje o un roedor (el reservorio natural) a través de un animal de granja (el huésped intermedio). Culpamos al comercio de vida silvestre - los malos cazadores - y a la deforestación por los crecientes encuentros entre las personas y los reservorios naturales, pero no decimos nada sobre el puente. El elefante - en la habitación - que es el ganado.


Aquí el autoengaño se convierte en cinismo, porque las empresas agrícolas a escala industrial, muchas de las cuales están situadas en el norte del mundo, conocen muy bien el riesgo que representan, por eso vigilan sus rebaños y manadas en busca de nuevos patógenos. Hasta ahora, resulta que han sido mejores en los EE.UU. y Europa que en China. Pero en todo el mundo, esas grandes empresas están empujando a las empresas menores más cerca del bosque. A veces incluso empujan a los pequeños agricultores fuera del negocio y al comercio de vida silvestre.


La deforestación es real, en algunos lugares, pero donde está ocurriendo, el capital y la mentalidad que la impulsan a menudo puede remontarse al norte global, como pudo suceder hace un siglo. El problema es nuestro consumo rapaz, y esto se aplica también al cambio climático y a la pérdida de biodiversidad. El sur global es muy consciente de esto. Es por eso que tomó 20 años desde la Cumbre de la Tierra de 1992 en Río de Janeiro para que se creara una organización internacional para abordar el problema de la biodiversidad. El Norte y el Sur estaban discutiendo sobre qué valores deberían dominar la agenda de conservación. También es por eso que hay una lucha continua sobre la propiedad de los recursos genéticos del mundo.


A veces, como señala Blanc, el sur hace que la hipocresía del norte trabaje para él, como en el caso de los gobiernos africanos que tratan a los parques nacionales como fuentes de divisas. Pero nadie se deja engañar. Desde la ayuda a la conservación, el sur sabe que debe desconfiar del complejo del "salvador blanco", por las desagradables consecuencias que trae.


Encontrar soluciones a nuestros verdaderos problemas va a ser endemoniadamente difícil, pero el proceso tiene que comenzar con el reconocimiento de que la naturaleza es una gran trama interconectada, de la que nosotros en el norte global formamos parte, y que somos los que actualmente la estamos enredando (enmarañando). No todos somos blancos - y podemos discutir sobre dónde comienza y termina el norte global - pero si un norteño está escribiendo esto, y citando a otro norteño llamado, apropiadamente, Monsieur Blanc, es porque es nuestro mito el que está enfermando al mundo - y deberíamos romperlo.


Laura Spinney es periodista científica y autora. Su último libro es Pale Rider: La gripe española de 1918 y cómo cambió el mundo.

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